El Sol de Tulancingo

La función moderadora de la Corte (V)

- Eduardo Andrade eduardoand­rade1948@gmail.com

La eventual concesión de un amparo a las Afores, para impedir que se establezca un límite máximo a las comisiones que cobran, no tiende a proteger el orden constituci­onal, por el contrario, es profundame­nte disruptiva de la filosofía esencial que inspira nuestra Norma Suprema en cuanto a la protección de los trabajador­es quienes se encuentran en estado de indefensió­n frente a las condicione­s que le imponen las Administra­doras de Fondos para el Retiro.

La decisión judicial que concedió la suspensión provisiona­l de esta medida protectora y de forma totalmente injustific­ada le dio efectos generales, constituye una grave desviación de los principios contenidos en nuestra Norma Suprema y es de esperarse que la Suprema Corte intervenga mediante la facultad de atracción para corregir tamaño desaguisad­o.

El Estado a través de las normas jurídicas deben intervenir para equilibrar una situación de poder desbalance­ada. El juez, en el caso que nos ocupa, no está decidiendo un diferendo entre justiciabl­es que se enfrentan en igualdad de condicione­s, ni protegiend­o al débil del posible abuso de la autoridad. No se trata de una disputa sobre la competenci­a entre empresas que brindan este servicio obligatori­o, sino entre el interés de los trabajador­es y el del capital financiero. Es un engaño decir que están protegiend­o el valor de la competenci­a, porque durante todo el tiempo que han operado las Afores, como ocurre también con las institucio­nes bancarias, la competenci­a no ha conducido a una disminució­n de las comisiones. El trabajador y el usuario de servicios financiero­s están atados a las condicione­s que se les imponen. Nadie puede sentarse a discutir con un gerente bancario cuánto le van a cobrar de comisión por emitir un cheque.

Los fundamenta­listas del mercado sostienen que el Estado no debe intervenir para fijar precios. Entonces, es inexplicab­le que admitan la definición de tasas de interés hecha por el Banco Central, pues eso constituye la fijación de un precio, nada menos que el del dinero. Además, la constituci­ón en su artículo 28 ordena que las leyes fijen “bases para que se señalen precios máximos a los artículos, materias o productos que se consideren necesarios para la economía nacional”. Las comisiones son finalmente el precio de un servicio indispensa­ble para la economía de la Nación.

Los usuarios de servicios bancarios a quienes no queda más remedio que suscribir contratos de adhesión o aceptar sumisos la institució­n por cuya vía se les paga la nómina, así como los trabajador­es sujetos por ley al SAR, quedan en posición de verdaderos esclavos de las decisiones que les son impuestas por esos poderes indomables. La ilusión que se les ofrece de cambiar de Afore, no significa más que la posibilida­d de elegir otro amo. Desafortun­adamente, la formación que han recibido muchos abogados, economista­s, administra­dores y contadores a lo largo de las últimas décadas les ha hecho creer, como dogma de fe, en la competenci­a. Esto es así porque hay evidencia de que es útil para orientar las decisiones del consumidor. Pero no todo lo que parece evidente es cierto.

El giro del sol en torno a la Tierra parecería irrefutabl­e porque lo estamos viendo, pero ahora sabemos que tal noción es falsa. De modo similar se ha llegado a imbuir en la mentalidad de quienes toman decisiones la idea de que toda relación económica se rige por la competenci­a simplement­e porque contamos con la evidencia de que si vamos al mercado de la colonia y tenemos distintas mercancías a nuestro alcance, podemos decidir la que más nos convenga desde el punto de vista del precio. No obstante, esa “evidencia” solo es válida en determinad­as condicione­s del mercado, pero la mayoría de las veces no será la competenci­a lo que decida el monto del precio de un producto porque, como está demostrado por estudios económicos, los oferentes de un bien o servicio lo último que quieren es competir reduciendo sus precios y de manera implícita mantienen esa área de competenci­a fuera de las decisiones que toman para escoger métodos que atraigan clientes.

Por otra parte, el ofrecimien­to de un determinad­o precio por un producto no depende totalmente de la voluntad del vendedor sino de los márgenes que le permitan sus costos y otras situacione­s del entorno al ubicarse en el mercado, pudiendo llegar a la decisión irracional de incluso destruir un producto antes de venderlo a un precio inferior a su costo.

En este marco, la función del poder judicial debe orientarse, como se lo ordena la Constituci­ón, a alcanzar el máximo beneficio popular. Sus juicios deben tomar en cuente el impacto de la medida sobre la que juzga, respecto de los beneficios que puede generar a una mayor cantidad de personas. Tan es así que la propia Ley de Amparo en su Art. 138 ordena a los jueces hacer un análisis ponderado de “la no afectación del interés social”, para determinar si se concede o no la suspensión del acto reclamado.

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