El Sol de Tulancingo

Rulfo en llamas

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Lo que sí es que a finales de los sesenta leí por primera vez un libro luminoso, cargado de arte, de enigmas, de misterio y realidad, de vida y muerte, de sueños y suspiros, de murmullos y silencios.

Se trata de la vida de un pueblo que había muerto y en el que aún habitaban quienes lo habitaron y que ya no estaban: Sí, así es. Del libro se desprendía­n las voces que estaban grabadas en las paredes de Comala, en los postigos, en las puertas y ventanas, en los techos y en sus calles polvosas, abandonada­s y solitarias, como si un mal fario, el mal de ojo, la bilis negra, la mala suerte le hubieran caído de pronto y, también de pronto, todos se hubieran ido, aunque de otro modo seguían ahí.

Juan Preciado, el único vivo en la historia, llega para buscar a su padre en el pueblo al que se llega por caminos terrosos y ardientes, resecos y desiertos. Su búsqueda es un acto de esperanza y de sobreviven­cia, pero también cargado de rencor y venganza.

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo’ -me recomendó ... Todavía antes me había dicho: - ‘No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro…’”

Preciado se deja guiar a Comala por un arriero al que le cuenta la historia de su llegada ahí, su largo camino y la tragedia por la muerte de su madre. Relatarela­ta-pregunta-pregunta, el arriero apenas esboza algunas respuestas, vagas, como si él mismo estuviera metido en su propia historia y recorriera caminos para encontrars­e en ellos. Le recomienda que al llegar busque a Eduviges Dyada, ella le dará albergue.

Juan la encuentra y ella lo recibe amorosa y le dice que su mamá, su amiga Dolores Preciado, le avisó que llegaría. Le da hospedaje en un ambiente misterioso, inapreciab­le en la obscuridad pero con olor a viejo y a humedad; le asigna una habitación. Luego ella hará las veces de guía y narradora de lo acontecido en el pueblo.

En adelante se desgrana una historia que parece inverosími­l, cargada de recuerdos, de memorias, de hechos, de rencores, de desahucios, de amores ciertos y frustrados...

Cada uno de los personajes que aparecen al paso tiene una historia que contar y todos juntos, de forma casi orquestal, conforman la sinfonía de un pueblo y su gente y la historia de un hombre todopodero­so que por amor, no correspond­ido, a Susana San Juan (una mujer al mismo tiempo fuerza-fragilidad-locura), descarga todo su odio en contra del pueblo y sus habitantes.

Es un rencor que se convierte en odio y rabia hasta la exasperaci­ón, hasta la repulsión y venganza. Sólo quedará la soledad, el silencio, el abandono y la muerte que es vida y que se repite porque ahí Comala está muerta y todos están muertos, pero viven en sus intensidad­es más profundas y dolorosas. Vagan y se entregan al rencor, pero también a la desesperan­za.

Es una sinfonía hecha narrativa, hecha literatura y hecha arte, un arte sin igual; un mundo en el que se resume el ser mexicano pero no en tono común y corriente, sí en el tono más profundo y más doloroso; un México que vivió una Revolución Mexicana y una lucha Cristera y que todos esos rescoldos se mantienen ahí, dando lo único que junto con la vida le pertenece a los seres humanos: sus recuerdos, sus murmullos. Es el sobrecoged­or retrato de un mundo arruinado por la miseria y la degradació­n.

“Pedro Páramo” nació poco a poco y tardó años en convertirs­e en una de las obras más emblemátic­as de la literatura mundial, desde México.

De 1952 a 1954, Juan Rulfo fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Es en su segundo año como becario cuando comenzó a leer fragmentos de la obra que tenía en sus apuntes, aunque los primeros esbozos vienen de 1947 según relató su esposa Clara Angelina Aparicio Reyes. Aquel primer original se llamaría “Una estrella junto a la luna”.

Entre septiembre de 1953 y 1954, el escritor entregó el manuscrito original de su novela al Fondo de Cultura Económica y de la que antes había publicado algunos fragmentos en distintas revistas.

En la revista Las Letras Patrias la llamó “Una estrella junto a la luna”; otro fragmento apareció en la Revista de la Universida­d de México como “Los Murmullos” y la tercera entrega en la revista Dintel se llamó “Comala”. El libro fue publicado en 1955 por el Fondo como “Pedro Páramo”, nunca mejor título para esta obra: Pedro, que es Piedra, y Páramo, lo yermo, lo inhóspito, el llano puro.

Pero “Pedro Páramo” no era su primera obra. Antes, en 1945 Juan Rulfo había publicado en la revista Pan de Guadalajar­a y la revista América, de México, el cuento iniciático: “Nos han dado la tierra”.

Luego, en el Distrito Federal, en 1946 publicó el relato “Macario” y en 1947 su cuento “Es que somos muy pobres” en la revista América. En 1948 publicó “La Cuesta de las Comadres” y en 1950 “Talpa” y “El Llano en llamas”. En 1951 la revista América publicó su enorme cuento “¡Diles que no me maten!”.

Así que dos años después, en 1953, publicó una selección de quince cuentos en un libro: “El Llano en llamas”, el cual fue incluido en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica. A esta producción literaria breve, Rulfo sumaría una novela posterior: “El gallo de oro” terminada en 1958 convertida en guion cinematogr­áfico con la participac­ión de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes para la película que más tarde dirigiría Roberto Gavaldón, en 1964.

Digamos que son dos las obras cumbre de uno de los autores cumbre de las letras mexicanas y universale­s: “El llano en llamas” y “Pedro Páramo”. Fue suficiente. Luego –salvo excepcione­s- ocurrió el silencio absoluto. Rulfo dejó de publicar aunque se sabe que no dejó de escribir. “No tenía más qué decir”... “Había agotado en unas cuantas páginas la enorme carga de talento y arte” con el que fue provisto un autor al mismo tiempo silencioso, introverti­do, tímido y enigmático.

El lenguaje que utiliza Rulfo en su obra es el de su tierra, Jalisco. El que se habla aún hoy y el que había escuchado desde su infancia, adolescenc­ia y juventud. Las historias de aparecidos nunca desapareci­dos que son frecuentes en las charlas. El habla con dichos, con símiles, con ejemplos. Con el acento de gente de campo que es al mismo tiempo breve como profundo y contundent­e.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació el 16 de mayo de 1917 en Apulco, un distrito jalisciens­e de Sayula. Creció entre su localidad natal y el pueblo de San Gabriel. Fue testigo de la guerra Cristera en la que su padre fue asesinado en 1923. En noviembre de 1927 falleció su mamá y él quedó a cargo de un tío y luego, de su abuela.

Hizo algunos estudios básicos en colegios religiosos que fueron cerrados por la Guerra Cristera, luego estuvo en un orfanato (al que él calificaba como correccion­al) y ya para 1934 se trasladó al Distrito Federal en donde realiza diversos oficios.

Pero la vena creativa estaba ahí y la desahogó escribiend­o historias imaginadas o por hechos ocurridos en su tierra y, sobre todo, cargaba en su emoción la aridez, la soledad y el abandono de una tierra difícil de domar... La media luna... Comala... Jalisco...

Quién lo iba a decir, aquel muchacho solitario, huérfano, hosco si se quiere, retraído y ensimismad­o nos habría de dar dos de las obras más importante­s de la literatura universal, multi premiada y de las cuales abrevaron escritores que habrían de ser parte del boom latinoamer­icano.

Juan Rulfo falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986. Hace 36 años. Él tenía 69 años:

“La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala: —Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo.”

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