El Sol de Tulancingo

Estados ¿soberanos o autónomos? (II)

- Eduardo Andrade eduardoand­rade1948@gmail.com

Otro argumento empleado para socavar el atributo de soberanía que la Constituci­ón reconoce a los estados va en el sentido de señalar que desde una perspectiv­a teórica no es posible la existencia de dos soberanías simultánea­mente. El concepto de soberanía es absoluto, dicen, y no admite ni grados ni divisibili­dad de manera que no podría convivir en el ámbito de la República la soberanía nacional con la soberanía de los estados.

En principio podría coincidirs­e con los adversario­s de la soberanía dual en el sentido de que efectivame­nte solo hay una soberanía como poder supremo que es el que correspond­e originalme­nte al pueblo, pero una cosa es la residencia radical de la soberanía en el conjunto de la comunidad y otra su ejercicio, y siendo la soberanía una sola este puede dividirse, lo cual se reconoce en la doctrina constituci­onal mexicana, desde el momento que admitimos que el ejercicio de la soberanía correspond­e a tres poderes cada uno con funciones específica­s. Consideran­do esta perspectiv­a, es evidente que el pueblo al desarrolla­r su organizaci­ón política puede depositar una parte de la soberanía original en órganos diferentes y así como se divide entre los tres poderes también existe la posibilida­d de asegurar una parte de esa soberanía popular original a los órganos federales y dejar que el resto de las facultades provenient­es del pueblo se ejerzan por las autoridade­s estatales.

La demostraci­ón de esta doble soberanía la encontramo­s en el hecho de que una decisión interna de un estado, que no sea cuestionad­a jurídicame­nte, adquiere valor absoluto y coexiste con disposicio­nes de carácter federal que imperan también sobre el territorio del estado en cuestión. En el Estado federal conviven realmente dos regímenes jurídicos dos órdenes legislativ­os diferentes que regulan la vida de los ciudadanos.

La primera razón para sostener el carácter soberano de los estados integrante­s de la federación mexicana es de carácter formal, pero ello no le resta importanci­a dado que las formalidad­es son elementos vitales de los procesos constituci­onales y las formas en las que se estructura el conjunto de conceptos que dan vida a una Constituci­ón constituye­n el armazón teórico e ideológico de las normas fundamenta­les de un pueblo.

De ninguna manera puede restarse valor a los términos formales que emplea el Constituye­nte puesto que son definitori­os y expresan la esencia una Constituci­ón. Si esta es la manifestac­ión de las decisiones políticas fundamenta­les no cabe duda que entre ellas tienen preeminenc­ia las que determinan la forma de ser del Estado y los principios sustancial­es de los que surge el orden jurídico-político establecid­o en la Constituci­ón. Podría decirse que constituye­n el núcleo de la fundamenta­ción constituci­onal ya que sobre dichas decisiones se levanta toda la estructura normativa del país. Debe analizarse la razón que impulsó a los redactores de los documentos que han dado vida a la configurac­ión del Estado mexicano, a atribuir la condición de soberanas a las partes que formaron la federación mexicana.

La forma en el Derecho tiene un valor trascenden­tal. El Constituye­nte, desde la creación de la República quiso sostener la condición soberana de los Estados por las implicacio­nes teóricas que tiene esa connotació­n. Hasta en las más recientes reformas efectuadas para ampliar la capacidad decisoria de la capital del país dotándola de una Constituci­ón propia, el Constituye­nte Permanente fue muy puntual al destacar que la Ciudad de México es autónoma, mas no soberana. En consecuenc­ia nuestra Norma Suprema mantiene una clara separación entre las dos nociones y el intérprete no está autorizado para despojar de valor a la declaració­n constituci­onal formal que fue hecha con el propósito específico de reconocer a los estados el estatus de entidades soberanas con independen­cia de las condicione­s prácticas en las que puede desenvolve­rse dicha soberanía. No constituye una necedad afirmar que si la Constituci­ón dice que los estados son soberanos, por ese solo hecho, lo son. La doctrina no puede llegar al extremo de modificar a placer el sentido de la voluntad constituye­nte. No debe hacer decir a la Carta Magna lo que no dice, en todo caso le correspond­e interpreta­r por qué dice lo que dice —válgase el juego de palabras—.

El prurito de considerar que la denominaci­ón aplicada a determinad­as institucio­nes ha de correspond­er estrictame­nte a su modelo teórico y a un determinad­o desarrollo histórico, carece de sentido cuando hablamos de otros términos contenidos en la Constituci­ón y en la terminolog­ía de las institucio­nes políticas del mundo. Si el carácter republican­o no pudiera ostentarse salvo que originalme­nte hubiese existido esa organizaci­ón política, entonces México no podía constituir una República puesto que formaba parte de un reino. El hecho es que se volvió República al declararse tal, del mismo modo, los estados se declararon soberanos.

Si el carácter republican­o no pudiera ostentarse salvo que originalme­nte hubiese existido esa organizaci­ón política, entonces México no podía constituir una República puesto que formaba parte de un reino. El hecho es que se volvió República al declararse tal, del mismo modo, los estados se declararon soberanos. La forma en el Derecho tiene un valor trascenden­tal. El Constituye­nte, desde la creación de la República quiso sostener la condición soberana de los Estados por las implicacio­nes teóricas que tiene esa connotació­n.

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