Sombras sobre la economía por Ucrania
El conflicto bélico en Ucrania complica más de lo que ya estaba la perspectiva económica de México por varias vías. De entrada, con un aletargamiento de la inversión debido a la incertidumbre, cuando en nuestro país va a la baja desde el 2017 y desfondada desde 2018, con el punto de inflexión de la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México.
Por otro lado, con más presión inflacionaria por las previsibles alzas en precios internacionales de gasolinas, gas e insumos básicos, como granos, sector en el que el país invadido por Rusia es productor clave. Aunque México podría beneficiarse por el incremento en el precio del petróleo, lo probable es que la ventaja quedará nulificada, para efectos de balanza comercial y de las cuentas fiscales del Gobierno Federal, por el incremento en los precios de las gasolinas y el gas que importamos, más los subsidios que tendrá que pagar el gobierno por los compromisos que ha hecho de topar los precios internos. Consideremos que cerca del 65 por ciento de la gasolina y más del 70 por ciento del gas natural que consumimos en México vienen del exterior.
Además, es de esperar mayor inestabilidad en los mercados financieros, con tendencia a que se transfiera capital de cartera a economías desarrolladas, pues en este tipo de escenarios los inversionistas tienden a anteponer la seguridad y la disponibilidad sobre el rendimiento. Así, el tipo de cambio puede verse presionado y el banco central, en la necesidad de elevar más de lo previsto las tasas de interés, dada la combinación de inflación y necesidad de retener capitales.
En suma, este “cisne negro”, o evento inesperado que puede alterarlo todo, se da justo cuando hay un cambio de ciclo en la política monetaria y en los mercados, viniendo de la disrupción masiva de la pandemia. Todavía lidiamos con las consecuencias de ésta y ahora viene otro suceso disruptivo.
Finalmente, hay que destacar que aumenta el riesgo de desaceleración o una posible recesión en Estados Unidos, por la incertidumbre para la inversión y la actividad económica, la elevación en los costos de energéticos y la inflación, de por sí, en este momento, la más alta en 40 años.
Sobra señalar que, para México, el motor externo es prácticamente el único que hoy aporta al crecimiento económico, ante una inversión deprimida, el consumo estancado y el gobierno con capacidades presupuestales severamente acotadas.
Nuestro país estuvo cerca de experimentar una tercera recesión en la segunda mitad del 2021: en el tercer trimestre, el PIB cayó 0.4 por ciento contra el segundo, y en el cuarto, quedó en 0 por ciento real. Esto, viniendo de la ligera contracción 2019, de origen interno, y la del 2020, que fue la peor en casi un siglo. Hacia delante, todas las expectativas de crecimiento van a la baja.
La inflación persistente y tasas de interés más altas limitarán aún más la recuperación del consumo, mientras que la inversión seguirá frenada mientras persista el antagonismo gubernamental a la iniciativa privada, la incertidumbre jurídica y los ataques al Estado de derecho que vivimos. Por si fuera poco, hay que agregar la amenaza de una contrarreforma eléctrica que, de aprobarse, no sólo precipitaría el desplome de la inversión, sino que provocaría desinversión y consecuencias empobrecedoras de largo plazo.
Si este contexto no hace reaccionar a nuestro gobierno para tomar en serio la realidad y los riesgos de corto, mediano y largo plazos, más allá de la narrativa y la polarización política, ¿qué puede hacerlo? México necesita una dosis emergente de confianza para enfrentar la turbulencia económica global y reactivar los motores internos del crecimiento.
México necesita de una dosis emergente de confianza para enfrentar la turbulencia económica a nivel global y reactivar los motores internos para el crecimiento.