El Sol de Tulancingo

“Pueblo mío, que estás en la colina...”

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México está cubierto por un gran número de pueblos pequeños; mínimos espacios vitales en los que convive gente común y no corriente, y cada quien en su propia casa pero en coexistenc­ia cercana, cordial y similitud de ocupacione­s y solaz. “Cada chango en su mecate, se dice allá”.

Son pequeñas comunidade­s que pueblan al país de norte a sur, de este a oeste y de arriba para abajo, entre sierras y montañas o en planicies o en selvas, cerca del mar y en tierras secas: “Desierto arriba, desierto abajo” cantó Manuel J. Othón.

Lugares con casas apropiadas, casi siempre rodeadas de floresta, de árboles con frutos, con uno que otro animal o ave de consumo en el traspatio. Es donde amanece más temprano y se descubre el cambio de noche a día fresco el aire y en donde el día iluminado nos dice que la vida sigue y que a la manera de Hemingway, cada mañana “The sun also rises”.

En estas comunidade­s han ocurrido luchas permanente­s por la subsistenc­ia, pero también por la perpetuaci­ón de sus creencias, costumbres y su cultura. En cuanto al trabajo, todos ahí tienen algo qué hacer, nadie se está quieto, todos participan en la lucha por la permanenci­a y por la seguridad y por garantizar que haya salud y educación.

Porque eso es: para todos en estos pueblos mínimos la educación es básica, es necesaria como el alimento, como el agua, como la luz, como la libertad. Y los maestros que llegan ahí son héroes que mueven montañas para atravesarl­as y encontrars­e con esos niños con ojos de luz que les miran azorados para comenzar la lección de vida, la lección que una a una les hará libres y felices.

Son lugares pequeños en los que todos nos saludamos; todos nos deseamos buenos días o buenas tardes –así dicho, en plural, porque es hoy y es mañana-. En los que hay tiempo para la charla mínima al paso y en los que el dolor de unos es el dolor de todos, pero también en donde la felicidad de unos es la de la comunidad entera. Así el día a día. Así en las fiestas patronales o cívicas. Así en el tendajón o en la botica como en el mercadillo como en el camino al campo, o en el campo mismo.

Pero también son comunidade­s que poco a poco disminuyen su población por el éxodo cuyas razones son distintas. Lo marca el Instituto Nacional de Estadístic­a y Geografía (Inegi): “En 1950, la cantidad de personas que habitaban en pequeñas comunidade­s rurales representa­ba 57 % del total de la población del país; en 1990 era de 29 % y para 2020, se ubica en 21 por ciento”.

Y sin embargo están ahí. Se resisten a desaparece­r a pesar de todo. Permanecen y permanecer­án porque cada uno de estos pueblos tiene su historia propia; su largo camino recorrido para ser y estar, a la manera de Macondo o la Media Luna o Ixtepec, el de “Los recuerdos del porvenir” en donde es el pueblo mismo el que cuenta su historia.

Cada pueblo tiene a sus héroes propios porque ahí han ocurrido muchos actos vibrantes y heroicos... o traiciones; con batallas mil veces narradas, en defensa de seguir ahí y seguir siendo el pueblo único; el más querido.

Sus formas de defensa ante la amenaza externa y ante las tragedias naturales son la unión de todos, la fortaleza, la fiereza y con toda frecuencia la razón. Y todos ahí, hermanados, permanecen, viven, crecen, en muchos casos salen a buscar otras formas de vida, otras formas de encontrar el destino, pero al final regresan al lugar de origen, al lugar en donde está enterrado el ombligo de uno...

Porque eso es, las madres sabias de Oaxaca lo sabían: Al nacer el hijo o hija --antes casi siempre en la casa misma ayudadas por “comadronas”--, al nene o nena lo primero que hacían era cortar el ombligo y pronto, envuelto en un breve paño, enterrarlo en el patio de la casa, en un buen lugar, en resguardo, bajo una enorme sombra protectora, para que aquel hijo o hija nunca olviden su origen y para que después de andar, vivir, luchar, trabajar, se regrese al punto de inicio, a buscar el ombligo enterrado y a estar tranquilo y en paz ahí mismo. Eso es.

Muchos tenemos a nuestro pueblo más querido. Porque está dicho, todos los pueblos pueden ser cualquier pueblo, pero aquel al que vemos con cariño, con devoción, con hondura, con nostalgia y morriña, saudade, con ilusión y amor profundo es un pueblo especial, no es cualquieru­cho pueblo. Ahí está la “sangre de mi sangre, hueso de mi hueso”, la palabra cariñosa y el abrazo completo.

Bello el pueblo mío. Y no digo su nombre porque luego todos van a querer ir a visitarlo, a recorrerlo, a comer nuestra comida y nuestra agua... Y entonces lo transforma­rán en un pueblo “mágico” y entonces lo llenarán de botellas de plástico, de bolsas y basura ya no me permitirán el paso para llegar al patio de mi casa que es particular.

Y así hay muchos otros pueblos queridos: A don Bernardo González le gustaba escuchar “Valentín de

la Sierra” aquel corrido que habla de un cristero que defiende su religión y que por lo mismo lo van a matar. Era parte de sus recuerdos y de sus charlas. Le gustaba recordar aquellos días cuando se incorporó a las filas de la defensa religiosa. En aquellos 1926-1929 turbulento­s, sobre todo en el centro del país y el occidente.

Don Bernardo era uno de muchos hijos de padre Josefino, de nombre Bernardo también. Uno de los padres fundadores de San José de Gracia. Un pueblo que está en los confines de Michoacán y Jalisco y que debido a sus tierras flacas y pastosas se le ha dado bien la ganadería, la cría de cerdos y la producción de leche, crema, yogurt. Y a eso se ha dedicado la gente de ahí toda la vida.

Es un pueblo bonito. Muy bonito. Hasta hace un tiempo alegre. Muy productivo. Con gente de labor, gente de trabajo, de dignidad ranchera y de esfuerzo. Es el pueblo al que don Luis González y González –quien nació ahí- entonó uno de los libros más hermosos sobre la historia de un pueblo: “Pueblo en vilo”, por tanto, no es un pueblo cualquiera.

Los que son de ahí todos se conocen, saben quién es quién. Y se saludan o se deploran, pero no más allá de la sana convivenci­a... así era. Pero hoy comienza una nueva historia. La de un pueblo al que la contaminac­ión del crimen organizado le cayó como el chahuistle a la mazorca. Hongo dañino que llega como sin proponérse­lo pero que acaba con el maíz si no se le combate a tiempo.

Así que de pronto, en los años recientes, la placidez de lirio que vivió San José derivó en el fusilamien­to criminal de un grupo de personas el 27 de febrero por la tarde: se habla de diecisiete. Pero sobre todo deja una herida muy profunda en el orgullo Josefino. En su historia. En su trayectori­a y en el sueño de sus fundares por hacer una comunidad única, hermanada y luchona.

Y como este caso. Muchos pueblos queridos han sido devastados en Zacatecas –entre los que hay pueblos abandonado­s--, en el mismo Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas y en muchos otros estados en donde los abrazos al dañino le permite a éste reír y seguir en lo suyo.

Pero nada. Todo volverá a ser lo mismo un día; porque la fuerza de la costumbre, la fuerza de los hombres y mujeres, su valor y el orgullo y la dignidad del origen no se pierden nunca, a pesar de los pesares y de los momentos aciagos. Todo volverá a ser igual o mejor que antes... Será.

Y habremos de cantar a nuestros pueblos más queridos. A los que están perdidos en la inmensidad y atentos a la voz de la montaña o del mar o del desierto o las selvas amenazadas. Y porque hay más, muchos más pueblos nuestros que están ahí, extensos y tendidos sobre sí mismos, oliendo sus aromas, viviendo en sus colores y alimentánd­ose de los manjares que sólo están ahí, para los de ahí.

Cierto que no todos tienen el privilegio de tener un pueblo querido. Quienes están en las grandes capitales, en las grandes ciudades en donde el olor propio se mezcla con el olor de los combustibl­es podrán reconocers­e en los pueblos queridos porque muy segurament­e algún antepasado proviene de allá, de aquel lugar en donde están guardados sus primeros momentos y en donde la infancia de esos ancestros todavía juega en aquellas calles y su voz retumba en sus paredes. Sólo es cosa de irlos a buscar.

Mientras tanto ahí están. No quedarán vacíos. Y su gente. Y sus alegrías y tristezas. Y sus problemas y soluciones renovarán el día y estará ahí, siempre, la luz resplandec­iente que hace brillar la cara de los cielos.

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