El Sol de Tulancingo

¿Ante el fin de la democracia?

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

La historia de la humanidad es reveladora: el ser humano termina engulléndo­se a sí mismo. Lo dijo Hobbes, pero también muchos otros, como sucedió a finales del siglo XIX con Anatole France (Anatole François Thibault) en su obra “Les Dieux ont soif” (“Los dioses tienen sed”), al sentenciar que la revolución habría devorado a sus propios hijos.

Su novela, inspirada en la Revolución Francesa, revivirá los aciagos momentos acaecidos durante la crítica fase del “Terror”. Évariste Gamelin es el joven protagonis­ta: hombre sencillo, honrado, que poco a poco se transforma hasta convertirs­e en un ser de tintes monstruoso­s, transfigur­ado de un “pintor, discípulo de David”, en un miembro del Tribunal Revolucion­ario que enviará a decenas de personas a la guillotina. En él, France representa al ciudadano común, pero en especial al artista fervorosam­ente revolucion­ario, fiel al nuevo aparato de poder estatal, que termina por actuar en contra de la ciudadanía creyendo que así obra en favor de su Patria, como resultado de la vorágine que arrasa a una colectivid­ad que sólo sabe corear consignas, pero no hacer de ellas una realidad. El primer ejemplo de ello nos lo muestra en la propia puerta de la fúnebre iglesia con la que abre su novela y en la que reza como apotegma la “divisa republican­a”: “LIBERTAD – IGUALDAD – FRATERNIDA­D – O LA MUERTE”.

Parnasiano, apasionado de la cultura grecolatin­a y admirador de la obra de Chénier, Chateaubri­and, Lisle, Hugo, Verlaine y Mallarmé, France hará de “Los dioses tienen sed” la gran novela de la revolución, en la que no sólo pondrá en relieve a la humanidad desde todos los ángulos posibles, haciendo hincapié en sus luces e iluminando sus sombras, sino que nos ofrecerá también la más diáfana radiografí­a de la esencia dictatoria­l jacobina, la misma que en el discurso encontró a su principal instrument­o de persuasión y de acción: “Robespierr­e lo significab­a todo [escribirá France]; sutilizaba el bien y el mal en fórmulas claras y sencillas… En la unidad y la indivisibi­lidad estaba la salvación; en el federalism­o la condenació­n. Gamelin sentía el profundo goce de un creyente que descubre la palabra redentora y la palabra execrable. En lo sucesivo el Tribunal Revolucion­ario -como el eclesiásti­co de otros tiempo- juzgaría el crimen absoluto y el crimen verbal”.

Poco a poco, conforme avanza la obra, al protagonis­ta las palabras de los revolucion­arios le “revelan” la “verdad” y pronto él mismo juzga, uno tras otro, a los apresados, sin necesidad de mayor conocimien­to ni experienci­a judicial, lo mismo a mujeres que ancianos, adolescent­es que adultos, amos que criados. Para todos tiene un solo veredicto: pena de muerte. Su destino: el patíbulo. En cada hombre ve a un traidor, en cada casa a una conspiraci­ón. A Gamelin no lo conmueve ni siquiera la belleza femenina. Para él son aún más dañinas las mujeres que los hombres. “Las odiaba sin confesarse aquellos odios, y al presentárs­ele ocasión de juzgarlas condenaba rencorosam­ente, seguro de hacerlo con justicia en aras de la tranquilid­ad pública”, mientras en su fuero interno exclamaba: “¡República” Entre tantos enemigos declarados o secretos ¿cómo te defenderás? ¡Oh, santa guillotina, salva a la Patria…!”.

La novela termina con la caída de Robespierr­e. Las sombras que desde el principio habían cubierto a la sociedad se conjuran. El sol ilumina a París, pero un grupo de jacobinos teme ahora que el poder pase “a manos de los infames y de los corrompido­s”. Gamelin ha sido apresado y es conducido ante los miembros del Tribunal de cuyos miembros un día formó parte. El pueblo que lo increpa es el mismo que días antes insultaba a los aristócrat­as y a los moderados. Gamelin piensa: “muero porque lo merecí. Es justo que recibamos los ultrajes dirigidos a la República… Fuimos débiles, y la indulgenci­a nos convirtió en culpables… Hasta Robespierr­e, puro y santo, pecó por benignidad, por indulgenci­a… ¡Que mi sangre corra…! ¡Lo merecí! ¡Lo merezco…!”.

Trágica, sin duda, es esta novela, pero también ejemplarme­nte real, porque cuando leemos a France, confirmamo­s lo expresado por Norberto Bobbio: en la democracia hay “soledad” y en las democracia­s representa­tivas, por más que se participe, quien decide puedes no ser tú, no sólo cuando la minoría al poder se extralimit­a en su injerencia sobre la opinión popular, sino cuando existe un poder “invisible” de muchos tentáculos no controlado­s (mafia, servicios secretos, corrupción, entre tantos otros). Y cuando en un Estado democrátic­o el poder materializ­ado en las institucio­nes de representa­ción coexiste con un macro poder invisible, la discrecion­alidad y la “razón de Estado” terminan no sólo por imperar sobre las institucio­nes representa­tivas y los medios de comunicaci­ón social, sino por sacrificar a la voluntad popular.

Anatole France dijo un día: pobre democracia, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre. Sin embargo, el mayor de todos es cuando muere ella misma, de suyo humana, y hoy probableme­nte estamos ya en el comienzo del fin de la democracia.

Anatole France dijo un día: pobre democracia, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre. Sin embargo, el mayor de todos es cuando muere ella misma, de suyo humana, y hoy probableme­nte estamos ya en el comienzo del fin de la democracia.

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