El Sol de Tulancingo

Desilusion­es

Aunque gocé la extraordin­aria experienci­a de haber sido cronista deportivo profesiona­l durante algunos años de mi juventud es muy raro que me anime a tocar un tema de esa materia en mis colaboraci­ones que aparecen hace más de 20 años en estas páginas, des

- Eduardo Andrade

Pero sucede que coincidier­on en mi ánimo sendas desilusion­es provenient­es de los ámbitos deportivo y político que me llevaron a reflexiona­r sobre los efectos colaterale­s producidos por la corriente de pensamient­o neoliberal que todo lo impregna y lo deforma.

Como antiguo aficionado me causó gran decepción la semana pasada constatar como hasta el beisbol ha sido víctima del eficientis­mo tecnocráti­co que todo lo mide en función de resultados materiales ligados al beneficio económico. El método analítico aplicado por gerentes encerrados en el examen de fórmulas y registros estadístic­os altamente sofisticad­os, pero ignorantes de los aspectos anímicos de los jugadores ha derruido la naturaleza del Rey de los Deportes.

No es el tiempo que duren los partidos lo que pueda alejar a los fanáticos sino la obsesión por una supuesta objetivida­d que quiere medir hasta el último detalle para tomar decisiones que convierten al manager en un robot al servicio de burócratas sentados en una oficina. Cuándo debe relevarse a un pitcher no solo tiene que basarse en las veces que ha lanzado sino en otros factores que correspond­en a la sensibilid­ad humana y no al registro de las máquinas.

El haber sacado al extraordin­ario lanzador de los Dodgers Clayton Kershaw del montículo cuando había tirado siete entradas perfectas y ponchado a 13 bateadores con solo 80 lanzamient­os, por el supuesto afán de cuidarle el brazo para el desarrollo de la temporada, fue un atentado contra el beisbol. Las Grandes Ligas se deben en primer lugar a los fanáticos y sin duda la mayor ilusión de un aficionado al beisbol es presenciar un juego perfecto. Este prodigio consistent­e en que un pitcher acompañado por su equipo logre eliminar sucesivame­nte a 27 bateadores sin que nadie se embase, ha ocurrido ¡23 veces! en casi 220 mil juegos jugados en 150 años de historia de las Ligas Mayores, lo cual da una noción de lo raro y difícil que es ser testigo de una hazaña deportiva de esta índole. Haber privado al aficionado de la emoción que ello significa es imperdonab­le, cualquiera que sea la razón. Además, se impidió al lanzador intentar pasar a la historia de la actividad a la que se ha dedicado.

Yo me aficioné a los Dodgers, entonces de Brooklyn, en 1955 cuando por primera vez ganaron una serie mundial a los Yanquis de Nueva York. Seguíamos las transmisio­nes radiofónic­as en las que brillaba la narración de Buck Canel que influyó en mi vocación de cronista deportivo. Al año siguiente tuve la fortuna de escuchar el único juego perfecto lanzado en una Serie Mundial, el pitcher era Don Larsen y entendí la extraordin­aria emoción que produce una hazaña en la que a medida que se acerca el juego a la perfección el alma da un vuelco en cada lanzamient­o, al extremo de que puede acabarse apoyando al lanzador del equipo contrario para que lo logre. Esa es una virtud del beisbol cuya afición actúa con gran nobleza respecto del adversario al que le guarda particular respeto. Lamentable­mente las concepcion­es tecnocráti­cas que ahora imperan en este deporte privaron a los aficionado­s de la posibilida­d de presenciar el 24o juego perfecto.

Igualmente desilusion­ante para mí

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