La resistencia democrática y la reforma electoral
Durante los días y noches previas a la convulsa sesión legislativa donde, con el voto unificado de la oposición, se logró poner un alto a la reforma monopólica y contaminante del presidente en materia eléctrica, se acuñó un eslogan, una frase identitaria
Dicha instrucción de la gente es clara: Defender, con argumentos y firmeza, la democracia y las instituciones que nos hemos ido dando desde el inicio del proceso de transición democrática —con la reforma de 1977— y hasta nuestros días.
Todo sistema democrático es perfectible, sin embargo, hay elementos indispensables a los que no podemos renunciar: Garantizar la debida representación de la diversidad política, cultural, ideológica y social del país; contar con un instituto autónomo, transparente y fuerte —más allá del nombre que se le asigne— que asegure elecciones confiables y destierre en definitiva al fantasma de la sospecha; un Estado con contrapesos democráticos, donde el Ejecutivo no aspire a controlar los resultados como en los tiempos de Manuel Bartlett al frente de la Comisión Nacional Electoral; y un sistema que limite y fiscalice, no incentive, la injerencia del crimen organizado y su riqueza, en la definición de los comicios.
En los hechos, más allá de la retórica superficial, la reforma enviada por el presidente va en sentido opuesto a todo lo anterior.
No es casualidad que el jefe del Ejecutivo entregase su iniciativa a unas horas de que concluyera el Período Ordinario de sesiones. Lo hizo —además— consciente del ataque indiscriminado del que las y los legisladores de oposición hemos sido objeto por parte del gobierno y su partido, agresión que ha puesto en riesgo a más de uno, incluso con amenazas de muerte.
¿Qué pretende el presidente al mandar un proyecto que claramente no tiene futuro legislativo y será desechado? Busca, ante la evidente debilidad de muchos de sus candidatos y candidatas, usarlo como ariete electoral con miras al 5 de junio.
El presidente y su círculo —ese que pareciera no atreverse a informar a su jefe sobre la realidad— se equivocan en el cálculo. La polarización emprendida desde Palacio Nacional ya tocó fondo y la gente, cansada de la violencia política y criminal, sabrá reflejar su rechazo en las urnas.
Está claro que el proceso democratizador no ha concluido. Hoy toca fortalecer a los órganos del Estado —no del presidente— encargados de organizar y validar los comicios; pero también de apostar por un clima de pacificación nacional en el que sea a través de los canales institucionales y no de la violencia, donde se diriman las diferencias.
Desde el PRD y Va por México propondremos una reforma que garantice la justa representación de todas y todos, y que salvaguarde la autonomía del INE, adelgazando su estructura al retirarle funciones que no le corresponden, sin que ello se traduzca en afectar sus obligaciones constitucionales. En su momento, si el oficialismo realmente quiere dar un paso hacia el futuro en materia electoral, esperaríamos su adhesión a nuestra iniciativa, una que sí podría darle a México el andamiaje institucional que merece.
Si, por otro lado, insisten en impulsar una reforma que echa por la borda 40 años de esfuerzos colectivos y que costaron la vida de mujeres y hombres que lucharon por un país de libertades, se toparán de nueva cuenta con nuestra resistencia democrática.
Propondremos una reforma que salvaguarde la autonomía del Instituto Nacional Electoral.