Y la ciudad fue rojinegra
“¡Arriba el Atlas! Acá no se cambia de colores, ¿verdad?”, se podía escuchar en la calle. Se trataba de un par de adultos mayores, quienes, sentados en una banca de concreto afuera de su domicilio, disfrutaban de una calurosa tarde de jueves en la Perla de Occidente.
Mientras tanto, en espacios públicos, las camisetas rojinegras eran una mayoría y familias enteras dejaban ver que se viviría una noche poco común en los más de 100 años del Atlas, pero que se repitió en menos de seis meses.
Con el pasar de las horas, el calor se incrementó, y con ello, se encendían las parrillas de los negocios aledaños al estadio Jalisco que recibieron a miles de aficionados de ambos bandos para preparar lonches, tortas ahogadas o birria.
Autos, motos y hasta carreolas portaban los colores rojinegros, y en el ambiente se escuchaba a lo lejos el himno del equipo rojinegro, que recientemente rompió una sequía de 70 años sin ser campeón.
Por otra parte, llegaron poco a poco los aficionados de Pachuca, que, si bien eran poco más de 20, no dejaban que su equipo estuviera solo en una final de liga, a la que regresaron después de seis años.
A dos horas de comenzar el partido, el estadio ya tenía gente en la grada, y mientras más se aproximaba el silbatazo inicial, las tribunas del Jalisco se iban ocupando.
Pachuca no estuvo solo, pues un puñado de aficionados les acompañó en la tribuna y, por momentos, se hacían escuchar en la tribuna, aunque la localía apagaba los ánimos de la fanaticada hidalguense.
Después del silbatazo final, el Jalisco se vació, como si no hubiera sucedido nada en su césped, como si la ciudad no se hubiera pintado rojinegra.