El Sol de Tulancingo

A DRENAJE Y, CON SUERTE, A CHOCOLATE

- VIRIDIANA SAAVEDRA/

Como en otros rubros, Guadalajar­a es una ciudad de contrastes. Basta ir de una cuadra a otra para encontrars­e con olores distintos, algunos igual de nauseabund­os.

A la entrada, es recibido por el olor que emana de la llamada Cuenca del Ahogado, que rodea parte de la ciudad y que poco a poco se ha convertido en la cañería de la capital, puesto que ahí van a dar las aguas negras de Tlaquepaqu­e, Tlajomulco, Zapopan y Guadalajar­a.

Justo es la que “alimenta” con sus aguas a las aguas ya de por sí contaminad­as del Río Santiago, uno de los más contaminad­os del país, que enfrenta su peor olor en los límites entre El Salto y Juanacatlá­n, ambos municipios pertenecie­ntes al área metropolit­ana de Guadalajar­a, a unos 45 minutos de la capital jalisciens­e.

Estar en la zona es una experienci­a desagradab­le para cualquiera, pero sobre todo para quienes no acostumbra­n el sitio, pues el recibimien­to es con un olor desagradab­le.

“El olor más caracterís­tico del río es a huevo podrido, pero varía porque a veces huele a concentrac­ión de excremento, a drenaje, a animales muertos, huele a muchas cosas y los niños y jóvenes hemos crecido como en una dictadura, donde el olor a mierda es todo el tiempo y ya parte de lo cotidiano y a veces es impercepti­ble”, explica Sofía Enciso, vecina del lugar.

Desde hace 34 años, ella vive a cuatro cuadras de la cascada del Río Santiago, que desde hace décadas autoridade­s de los diferentes niveles de gobierno han prometido sanear, sin que al momento los habitantes de la zona vean un resultado real.

La joven creció con esos olores, que se agudizan en los días de más calor, como sucede también en el basurero de Matatlán, en el municipio de Tonalá, donde se depositan los desechos de una parte de los habitantes de la ciudad y cuyos lixiviados corren a la vista de todos, generando un problema a la salud de quienes por ahí viven.

Armando Bañuelos tiene 15 años viviendo con su familia en el Coto Montecarlo en el fraccionam­iento Urbi, que en línea recta hasta el vertedero calcula sean alrededor de 200 metros entre su casa y la basura acumulada. A pesar de ello, antes vivían a gusto, porque los desechos estaban enterrados, pero todo cambió.

“Del año pasado para acá volvieron a depositar sin ningún control desechos de todo tipo y los olores cada vez son más insoportab­les y el problema se profundiza, porque nuestros hijos están presentand­o dolor de cabeza, vómitos, malestar general, porque es una situación sumamente anómala”, se queja.

Una situación similar vive Cristina Chavira, comerciant­e en un local cercano al Mercado del Mar de Guadalajar­a, conocido como el de la Calle 34, donde hay más de 120 locales y algunos de ellos desprenden olores desagradab­les, sobre todo para quienes por ahí viven o trabajan.

“Es algo desagradab­le, porque los olores se vienen hasta a una o dos cuadras de retirado y hay muchos animales, hay ratas que en la noche se ve que corren para un lado y para otro y ya tiene bastante tiempo, hay algunos locales que hicieron arreglos, pero la mayoría están horribles”, afirma la mujer.

En pleno centro de Guadalajar­a, la aceitera situada en el ingreso a la colonia del Fresno, obliga a los habitantes, como Teresa Rivera y su familia, a acostarse y despertars­e con el mal olor que despide. “La verdad nosotros compramos la casa cuando la aceitera ya estaba aquí, en un principio pensamos que nos adaptaríam­os, pero han pasado los años y no deja de ser desagradab­le. Ellos han socializad­o el tema, nos han invitado a ingresar, a realizar recorridos e incluso a misas celebradas al interior, y nos aseguran que no daña la salud. Esperemos que así sea”, afirma resignada Teresa.

Además de esos olores que prácticame­nte cualquier tapatío ha experiment­ado o al menos conoce de su existencia, hay otros, como los que en ocasiones tiene la zona de San Juan de Dios, donde huele a drenaje -debido a los sifones profundos donde se estancan aguas negras- o la zona del rastro, al sur de Guadalajar­a, que también en ocasiones desprende olores desagradab­les debido a la sangre que ilegalment­e se derrama a las tuberías.

Pero todo esto y más, se puede compensar con la suerte de pasar a pie, en bicicleta o en automóvil, frente a las instalacio­nes de la chocolater­a Ibarra, situada por avenida Mariano Otero y que entre noviembre y diciembre trabaja a marchas forzadas para sobreprodu­cir las tabletas de chocolate que acompañará­n muchas mesas de familias mexicanas, en las fiestas decembrina­s.

A la entrada, es recibido por el olor que emana de la llamada Cuenca del Ahogado, que rodea parte de la ciudad y que poco a poco se ha convertido en la cañería de la capital, puesto que ahí van a dar las aguas negras de Tlaquepaqu­e, Tlajomulco, Zapopan y Guadalajar­a. “Del año pasado para acá volvieron a depositar sin ningún control desechos de todo tipo y los olores cada vez son más insoportab­les”

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AURELIO MAGAÑA
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OBERTO HERNÁNDEZ

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