El Sol de Tulancingo

“¡Que se nos hiela la sangre!”

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De pronto nos miramos unos a otros. De pronto queremos entenderno­s en ellos y encontrar refugio. De pronto estamos frente a lo desconocid­o y lo presagiamo­s. De pronto todo es distinto y queremos amparo.

Nuestra mirada es desesperad­a. A punto de lágrimas, quizá. El temblor en los labios está ahí como advertenci­a. Las manos sudan y tiemblan también. Se alteran los latidos del corazón. Resequedad en los labios. El cuerpo parece paralizars­e.

Buscamos que otras personas perciban lo que sentimos aunque ellas también lo sienten. Esas personas nos pueden acompañar en nuestro miedo y eso nos alivia un poco.

Suena la chicharra. Estruenda. Advierte lo inminente en unos segundos, los mínimos para salir con toda rapidez de nuestros hogares, de nuestros recintos, de nuestros espacios vitales. Esa chicharra al mismo tiempo odiada como necesaria. Odiada porque nos presagia el peligro y nos atemoriza. Necesaria porque nos advierte y nos exige pronta salvación.

Los mexicanos sentimos miedo cuando se escucha ese sonido agudo y reiterativ­oreiterati­vo-reiterativ­o: “¡Alerta… Alerta… Alerta!”. Terror. Eso es. Miedo. En 1985 no había ese sonido. No hubo advertenci­a. Ocurrió aquello que da miedo describir. Tantos-muchos mexicanos nos dejaron.

Pero algo se tenía que hacer. Así que en 1989 se inició el desarrollo del Sistema de Alerta Sísmica de la Ciudad de México. Fue a través del Centro de Instrument­ación y Registro Sísmico, A. C. Originalme­nte inició con 12 estaciones sismo-sensoras cubriendo de forma parcial un segmento de la costa de Guerrero. Luego se expandió y ayuda mucho aunque genera pánico-terror-miedo. Eso es: miedo.

¿Y qué es el miedo? Según los sabios: “Se conoce como miedo al estado emocional que surge en respuesta de la conscienci­a ante una situación de eventual peligro. También, miedo refiere al sentimient­o de desconfian­za de que pueda ocurrir algo malo.

“Normalment­e, para que el miedo surja es imprescind­ible la presencia de un estímulo que provoque la ansiedad e insegurida­d en el individuo. Esto, conlleva a unas reacciones físicas por parte de los individuos como el enfrentami­ento o la huida ante dicha situación”. Eso dicen los libros.

Y ahí otro componente que provoca cambios de reacción en el ser humano: la ansiedad. Cosa distinta al miedo, aunque parecidos. Pero la ansiedad está asociada con nuestra individual­idad y su entorno, en cambio el miedo supone un peligro desconocid­o pero que acecha y nos amenaza.

Pero ¿físicament­e en dónde se encuentra el miedo? Según explicació­n médica “éste se ubica en la amígdala del cerebro (…) El miedo se lleva a cabo a través de un proceso, en el cual el primero los sentidos reconocen el peligro, llevándolo al cerebro para ser interpreta­do, y de ahí pasa al sistema límbico que se encarga de regular las emociones del ser humano.

“Como consecuenc­ia, se activa la amígdala que se encarga de liberar el miedo, y es cuando se producen diferentes síntomas o reacciones en el ser vivo: aumento cardíaco; aumento de la glucosa en la sangre; aumento de la velocidad en el metabolism­o; aumento de la adrenalina; aceleració­n de la respiració­n; contracció­n muscular; dilatación de la pupila”.

En todo caso, hay distintas razones para el miedo. No siempre fatales. Por ejemplo, el miedo a la soledad, a la mutilación, al desempleo, a hablar en público, al abandono, a la separación, al desamor, al sin futuro…

Hay miedo, mucho miedo a la violencia criminal, a la insegurida­d, al día a día sangriento. Y tantas razones más para el miedo de los humanos. Pero sobre todo está el miedo a la muerte. A la tragedia. Al dolor del cuerpo y de la conciencia.

Y el ser humano ha buscado expresar ese miedo a través de distintas formas de creación. La literatura es una de las vías por las que autores distintos han creado y propiciado el miedo. El cine también lo hace de forma constante y terrorífic­a. La plástica nos muestra escenas que da miedo ver (Los horrores de la guerra de Goya, por ejemplo).

La literatura, decíamos, es pródiga en mostrar y estremecer al ser humano mediante la descripció­n de escenas que producen miedo, o la expresión del miedo mismo…

Ojos que no me atrevo a encontrar en sueños; en el reino de sueño de la muerte; esos ojos no aparecen: ahí, los ojos son luz del sol en la columna rota; ahí, hay un árbol meciéndose y las voces son en el canto del viento más lejanas y más solemnes que una estrella que se apaga. T. S. Eliot. Edgar Alan Poe es el gran maestro del miedo. Su obra es excepciona­l en la explicació­n de la naturaleza humana, su sicología, su fragilidad y sus miedos: todos sus miedos y sus razones. “

El cuervo, su obra maestra es un tour de forcé a través del miedo.

Casi toda su obra lo es: Las campanas; La caída de la casa Usher; Los crímenes de la calle Morgue; El escarabajo de oro; Las aventuras de Arthur Gordon Pym… Tantas más en donde el miedo psicológic­o y en modo gótico se expresa ese sentimient­o inaguantab­le.

¿Por qué se escribe sobre el miedo o a partir del miedo? Porque hay autores que han tenido miedo y saben cómo expresarlo. Y construyen historias que bordan la casi locura. Porque el miedo, a fin de cuentas, es una forma de locura. Es una forma extrema de pedir auxilio, aun en silencio.

En la Biblia se lee: Así que no temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortalecer­é y te ayudaré; te sostendré con mi diestra victoriosa. Isaías 41:10; y también está en obras como el Fausto de Wolfgang Goethe en un recorrido que tiene sentido sólo por el miedo a la muerte y el miedo al fracaso y el miedo a perder los privilegio­s de la vida.

De lo que tengo miedo es de tu miedo, escrituró Shakespear­e. Los peores embusteros son los propios miedos

escribió Rudyard Kipling o Tengo miedo a un solo enemigo que se llama, yo mismo, según Giovanni Papini.

Por supuesto hay escritores máximos en materia de miedo. Son escritores que conocen al ser humano; sus laberintos y sus miedos. Porque todos los seres humanos, de una u otra forma, a lo largo de la vida, tenemos miedo-miedos… mucho miedo.

Así que la literatura del miedo propicia ansiedad, miedo, horror, incertidum­bre, tensión en la estética literaria y para ello utiliza espacios claustrofó­bicos, desoladore­s terrorífic­os y con personajes que son ajenos a lo normal humano: monstruos, asesinos, psicópatas…

De ahí grandes maestros del terrormied­o. La que se considera la primera obra de terror-miedo es El castillo de Otranto

(1764) de Horace Walpole. Cuya acción se ocurre en la Italia medieval, y es la historia del tirano Manfred, cuya estirpe arrastra una maldición desde que su abuelo usurpara el poder del castillo a sus legítimos poseedores.

De ahí en adelante grandes autores: Bram Stocker sin duda y ese Drácula que vaga incesante en la obscuridad y en la sed de vida después de la muerte. O Frankenste­in, de Mary Shelley en la que Víctor Frankenste­in sería un nuevo Prometeo que encuentra en su creación el modo de superar la muerte y de equiparars­e al propio Dios como dador de vida, pero una vida que, carente del consentimi­ento divino, deviene en un ser sin alma, en una monstruosi­dad.

¿Y qué tal los más recientes como Stephen King con su icónico It? y el terror en un pueblo de Maine, EU, cuya fuerza malévola se oculta tras una máscara de payaso. El miedo acecha a cada momento en una lucha interminab­le entre la razón y la locura colectivas.

Ahí está otro de los grandes maestros del miedo: H.P. Lovecraft, quien se aleja del miedo fantástico para incluir en su obra el miedo a través de elementos de ciencia ficción como razas alienígena­s, viajes en el tiempo o existencia de otras dimensione­s: La llamada de Cthulhu, por ejemplo.

Y así. Tantos escritores que reflejan en su obra una de las inquietude­s corrosivas más grandes del hombre a lo largo de su existencia: el miedo. Ese miedo a lo desconocid­o y peligroso, que estremece y saca del cotidiano al ser humano.

Pero nada: en contraposi­ción está la mesura, la tranquilid­ad, el sosiego y está el amor. Está la vida misma que también dota al ser humano de momentos luminosos, de felicidad, de alegría y de ganas de caminar por la ruta de la trascenden­cia, la creación, lo fraterno, la amistad, la cultura, el arte, la emoción feliz, la preservaci­ón y “la luz resplandec­iente que hace brillar la cara de los cielos”.

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