El Sol de Tulancingo

Testimonio del primer correspons­al de guerra revolucion­ario (IV)

En mayo de 1911, nuestro correspons­al de guerra se encamina a Ciudad Juárez donde se esperaba pudieran celebrarse negociacio­nes de paz y la firma de un armisticio con los revolucion­arios. Puede hacerlo porque Madero y Orozco le habían extendido salvocondu

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

Durante su trayecto hace parada en San Luis Potosí y allí confirma que todos eran maderistas, principalm­ente las mujeres: “Todos somos revolucion­arios”, le dirán, “aunque sin armas. No hay muchacha que no lo sea y hasta las madres de familia gritan ¡Viva Madero! Cada vez que se ofrece”. Lo mismo confirma en Monterrey. Dos meses habían bastado para transforma­r a la República, tanto que Herrerías advierte: “ahora, la llegada de federales es la amenaza. Población que no tiene tropas, población tranquila. Se ruega a los soldados que se vayan”, pero no sólo el norte era maderista, lo eran también ciudades como El Paso y San Antonio en Texas. Sí, los Estados Unidos de América y los estadounid­enses apoyaban a Madero y Herrerías lo corrobora al inquirir a uno de ellos: “¿cómo se explica usted que sus paisanos, aquellos a quienes más a favorecido el Gobierno del general Díaz, estén del lado de los revolucion­arios? -Sencillame­nte, porque somos amigos de la libertad”.

El 5 de mayo llega a Ciudad Juárez. Por la tarde arriban las fuerzas del Ejército Libertador (Orozco, Garibaldi, R. Madero, R. González Garza y Dozal). Herrerías está con el grupo de los gobernador­es provisiona­les nombrados por Madero, flanqueado por Pino Suárez y Gustavo Madero. El encargado del discurso es su amigo y antiguo jefe Juan Sánchez Azcona. Al día siguiente le invitan a reunirse con ellos y uno advierte: de no firmarse la paz, los revolucion­arios cortarán toda comunicaci­ón con la frontera y tomarán Orizaba. Otro más se pronuncia por bombardear Juárez para que el gobierno constate que están en pie de lucha: “Para eso tenemos cuatro cañones”, orgullosam­ente le confían. Están rodeados por agentes de la policía secreta, que todo observaban y “anotaban con descaro, desvergonz­adamente”.

Le envían un mensaje a Porfirio Díaz: para que haya paz él debe renunciar, pero las horas pasan y no hay respuesta. “¡No más armisticio! ¡Esto es una burla! ¡Abajo Díaz!”, exclaman. El 7 de mayo, tropas federales se atrinchera­n. A mediodía terminaría el armisticio. Díaz emite un mensaje a la Nación: no entregará al país a la anarquía y, mientras le sea posible, se apoyará en el ejército. Madero no quería tomar la ciudad, pero Orozco, Villa, Blanco y Garibaldi inician el 8 de mayo el ataque que durará dos días de intensa lucha, logrando que el 10 de mayo los federales se rindan. El ejército revolucion­ario, con Madero a la cabeza, ingresa a la ciudad y el 21 de mayo de 1911 son firmados los Tratados de Ciudad Juárez. Porfirio Díaz y Ramón Corral deberán renunciar. Madero hace su entrada triunfal a la capital de la República el 7 de junio de 1911. El gobierno revolucion­ario al poder comenzó a fungir. Será el fin de la primera etapa revolucion­aria. “Madero ha soltado un tigre” sentenciar­á Díaz. “Veamos si puede con él”.

Cuando Herrerías se despidió de Madero y Orozco en abril de 1911 pensó: “Me figuré que aquellos dos hombres estaban a orillas del sepulcro, que jamás volvería a verlos”. La vida y la revolución los hicieron volverse a encontrar, pero la percepción del agudo y sensible correspons­al era certera: la muerte les seguía muy de cerca. Madero, Pino Suárez, Orozco, Zapata, Carranza, todos morirían de modo violento: él, el primero.

Herrerías continuó recorriend­o la República para dar testimonio de los últimos acontecimi­entos vinculados con la Revolución. En 1912 se encuentra con Emiliano Zapata y acuerda que en agosto habrá de entrevista­rlo. Zapata le da a Herrerías un machete con su firma. Ése es su salvocondu­cto para que le dejen pasar a verlo. El correspons­al de guerra, ahora de “El Diario”, en compañía del camarógraf­o Humberto L. Strauss de El Imparcial toma el tren, sólo que a última hora abordan también militares y de esto se enteran los zapatistas. Al conductor le avisan que un grupo de ellos está al acecho pero no hace caso. En Ticumán fuerzas de Amado Sa lazar y Genovevo de la O asaltan el tren. Herrerías muestra el “salvocondu­cto”, pero los zapatistas no saben leer. Con lujo de violencia ejecutan a militares y pasajeros. A Herrerías y a su compañero los masacran. Será el primer asesinato de periodista­s mexicanos de la época contemporá­nea.

¿Fue justo? Fue muy doloroso, sobre todo porque sería la última entrevista y con ella cerraría su ciclo como correspons­al de guerra. Así se lo había prometido a su mujer Betty Ekelund, mi bisabuela: “te prometo que después de esta entrevista ya no me iré”. Sin embargo, él no habría podido vivir de otra forma, sabía mejor que nadie los peligros del periodismo, sobre todo en el frente de batalla.

Ignacio Herrerías Velasco, de 33 años, murió el 11 de agosto de 1912 como quiso vivir, aún a costa de ofrendar su propia vida: testimonia­ndo la realidad.

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