Violencias arraigadas y una paz que no llega En México
suceden múltiples violencias de forma simultánea. No solo el promedio de 87 homicidios al día, también la violencia de género (violencia familiar, sexual y feminicidios) en máximos históricos, las agresiones letales contra policías (403 en 2022), la clasificación de México como el país más peligroso del mundo para hacer activismo ambiental (54 activistas asesinados en 2022) y el segundo país del mundo más mortífero para hacer periodismo, solo después de Ucrania.
Otras formas de violencia incluso se han vuelto imperceptibles. Si bien las dinámicas relacionadas con los homicidios y la delincuencia organizada se apoderaran de la cobertura mediática y la conversación pública, en nuestro país subyacen violencias con raíces lejanas en el tiempo y profundas en nuestra sociedad. Formas de violencia arraigadas en la cultura y las estructuras, las cuales nos han convencido de que males como el machismo, la discriminación, la corrupción o la impunidad son inevitables y por tanto conviene acostumbrarnos a ellos.
Cada vez más, vemos cómo las múltiples formas de hacer daño se retroalimentan y presentan un panorama complejo que nos deja impotentes frente a lo que parece ser un monstruo de mil cabezas. Esta complejidad suele ser abrumadora, alimentando el miedo y la desesperanza.
Así, nos damos cuenta de que para enfrentar este sistema de violencias múltiples se requieren soluciones y estrategias igualmente complejas. Abordajes multidimensionales, creativos y éticos que trasciendan los egoísmos gremiales, económicos y partidistas que hoy impiden la construcción de un bienestar colectivo.
El enfoque de Paz Positiva promovido por el Instituto para la Economía y la Paz propone un abordaje sistémico que incluye la seguridad pública pero no se limita a ella. Desde esta perspectiva, la construcción de una paz sostenible requiere de la transformación de las instituciones, de los modelos educativos, económicos y políticos, así como la revisión crítica de nuestra cultura y las formas en que nos relacionamos a partir de ella.
Lo más preocupante no es sólo el terrible escenario que se presenta ante nosotros, sino la falta de respuestas sociales que respondan efectivamente al desafío.
Mientras nuestro país enfrenta la peor crisis de violencia de su historia contemporánea, una crisis que todos los días nos inunda de muerte, sufrimiento y miedo; las élites políticas y económicas se debaten en vergonzosas disputas públicas que solo buscan mantener o recuperar los privilegios que les permiten aislarse de la realidad que vive el resto del país.
Entonces, quizás las respuestas no están en las élites. Al menos no todas.
A lo largo del país surgen modelos locales de colaboración intersectorial que alimentan la resiliencia social y restauran las relaciones entre sociedad y gobierno. Algunas de estas iniciativas son lideradas por empresarios responsables, otras por gobiernos sensibles o por liderazgos sociales dialogantes. En la mayoría de los casos, se trata de una combinación de los tres.
Sería imposible detallar aquí tales experiencias. Sin embargo, en todos los casos se encuentran características comunes que han permitido avances en favor de la paz y la resiliencia comunitaria que quizás podrían servir de inspiración a otros procesos.
La capacidad de construir horizontes comunes. Frente a la polarización, los diversos sectores y liderazgos sociales comparten y reconcilian sus visiones del futuro.