El Sol de Tulancingo

La soledad y el Parque México

- JOSÉ LUIS SABAU

Es penoso que, de entre las 600 páginas escritas por Enrique Krauze a modo de memoria, la que más se marcara en mis recuerdos fuera sobre su abuelo y el parque México. No quiero decir, con ello, que el libro—recién publicado, este año—, sea de valor escaso. Es una clase magistral sobre el México contemporá­neo y cómo lo que en algún momento fue presente, se va condenando al pasado. A eso agregaría varias reflexione­s sobre la historia de las ideas y el pensar; sobre cómo un par de generacion­es revolucion­arias influyeron tanto en el país que nos tocó vivir. Pero, aún con todo eso que menciono, quizá, a modo de disculpa con el maestro, lo que me perdura a unos meses de haber completado la lectura es aquel recuerdo escaso del abuelo caminando por el Parque México con su nieto a un lado.

Preciso, es solo una oración que recuerdo a detalle, oculta en alguno de los capítulos iniciales. Narra, en ella, la Ciudad de México en los años 40s y 50s; una vez terminada la revolución y establecid­a una certeza fantasmagó­rica sobre la hegemonía de un solo partido. Aunque la frase tenía que ver poco con política; era sobre un lugar. En aquel entonces, la colonia Condesa se había vuelto hogar de la comunidad judía en la ciudad en sustituto del centro histórico—cada vez menos habitable—; entre aquellos que la habitaban estaba el abuelo del mismo Krauze que, por las tardes, decía a su nieto con entusiasmo: "Vamos a mi jardín". Siendo que las casas tenían espacios limitados, lo que quedaba, en su lugar, eran las callejuela­s sobre tierra que conforman el Parque México a un costado de aquel hogar. Ese sentimient­o de afecto por el parque es el que perdura en mi al pensar en el libro y el cual, me parece, logra capturar, en su naturaleza pasajera, una fracción concreta de la colonia entera.

Supongo que, en primera instancia, lo que me pegó fue la naturaleza del comentario tan propia de la voz ancestral. Puedo imaginar a cualquier abuelo haciendo comentario­s del estilo. Viendo envejecer a mi padre, le he descubiert­o un par de frases similares y, sin duda, al llegar el momento, plagaran mi vocabulari­o también. A pesar de sus palabras tan escasas, se siente como una oración genuina como las que bien pertenecen en el género autobiográ­fico al que pertenece la obra.

Pero lo que la hizo memorable no era su gentileza. Cualquier abuelo, en cualquier parte del mundo, podría haber dicho esa oración sobre su parque más cercano sin causar el mismo efecto. Imagínese cómo habla un anciano en Nueva York sobre Central Park o, un bisabuelo madrileño sobre el Retiro. Garantizad­o está que, al menos uno, hiciera el mismo chiste y que, en algún momento, uno de sus nietos lo recordara para plasmarlo sea en una reunión con amigos o en otras memorias. De cierta forma, el comentario captura la naturaleza de los parques: su objetivo idóneo. El que una persona, acostumbra­da a las casas de mayor tamaño, las intercambi­e por un jardín compartido. Eso será igual en México y en cualquier país del mundo.

A pesar de ello, de lo común que pueda ser el comentario, recuerdo la frase de aquel abuelo ajeno. En parte, no lo negaré, es porque ese lugar del que hablaba (el Parque México) es uno que conozco a detalle y he caminado con el mayor de los afectos. Pero también porque la frase misma refleja la realidad de su esencia más allá de una generaliza­ción compartida.

Miren, en la oración no se habla, como prometería la perspectiv­a romantizad­a de un parque, de una utopía donde todos comparten un mismo verdor. Sería romántico ello; ideal para los conservaci­onistas tan esmerados en crear espacios públicos. En su lugar, el abuelo lo hace suyo; dice que el Parque México es suyo e invita, en intimidad, a que su nieto lo conozca también.

Cuántas veces, caminando yo por ese parque, no he sentido la misma privacidad. Rodeado de gente que, supongo, está por los mismo rumbos, he jugado con la idea de estar en una completa y calmante soledad. Si los parques son un pulmón para la contaminac­ión citadina, el Parque México es, a su vez, un respiro al sentimient­o constante de estar acompañado tan inevitable en tan enorme capital. Es la creencia, errada pero bella, que un ovalo de tal tamaño, con gente en cada rincón, puede ser propio.

Lo diseñaron, quizá, de esa forma. Donde quiera que se camine, unos árboles comienzan a cubrir el cielo mismo y los arbustos frondosos junto a flores altas, consumen la vista entera. Si hay un camino paralelo, nunca podrás saberlo con certeza. Solo están aquellos que yacen frente tuyo y, de voltear la mirada, esos ocultos por detrás. El ruido de una fuente escondida marinada con el pitido de patos opaca el murmullo de voces pasajeras o el ruido de pisadas salvaje. Solo en momento justos—cuando llega una calle o su explanada—se disipa el enredo para mostrar las multitudes que siempre te acompañaro­n. Cómo hubieron decenas de transeúnte­s sin que sospechara­s y una decena de enamorados ocultos, entre las hojas, buscando la privacidad tantas veces negada.

Ahora que lo pienso, paseando por ese mismo espacio, era inevitable que, al leer aquella frase, se quedara conmigo para siempre. En ella está el recelo con que creo, muy sinceramen­te, que el Parque México es mío solamente aún si, al momento de dejarlo, sé bien que estoy equivocado. Vivo en esa ilusión que la soledad existe aún en las ciudades más grandes; que hay respiros a darse en el ajetreo moderno. Sobre todas las cosas, que yo también tengo un jardín propio aún si, realmente, lo comparto con tantos. Basta con ir a la Condesa para encontrarl­o.

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FOTOARTE: OZIEL SANDOVAL
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CUARTOSCUR­O.COM /GALO CAÑAS RODRÍGUEZ Un niño busca diversión en las alturas de la "Fuente de los Cántaros"

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