El Sol de Zacatecas

El prodigio de la interpreta­ción artística (I)

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Grecia fue

la cuna de la hermenéuti­ca, la disciplina que estudia la interpreta­ción de los textos, la cual toma su nombre de Hermes: el mensajero, el intérprete y traductor entre los dioses y las musas y la humanidad y que, según la visión platónica, está inspirado y movido por una fuerza magnética.

AYo soy la humilde sierva del Genio Creador: él me ofrece la palabra, yo la difundo a los corazones. Del verso yo soy el acento, el eco del drama humano, el frágil instrument­o vasallo de la mano... Me llamo Fidelidad: un soplo es mi voz, que al nuevo día morirá. Francesco Cilea

l paso del tiempo, será cultivada por los neoplatóni­cos de Alejandría y más tarde por los romanos, adquiriend­o con San Agustín un sentido alegórico-simbólico y con Santo Tomás uno literal-histórico, hasta llegar a casi desaparece­r en la época moderna. Solo el romanticis­mo del siglo XIX será el que la reviva y contribuya a que más tarde sea cultivada por personajes como Martin Heidegger, HansGeorg Gadamer y Paul Ricoeur.

A partir de entonces, en la filosofía contemporá­nea la hermenéuti­ca habrá de convertirs­e en una de las corrientes de mayor actualidad y, dentro de ella, uno de los ámbitos de mayor fascinació­n de la reflexión estética el de la interpreta­ción artística. Pero no podría ser de otra forma. Nadie como el poeta y el artista para ser intermedia­rio entre el ser humano y la divinidad, pues como diría Heidegger: el artista está a mitad del camino hacia la comprensió­n del ser. El problema es que no hay un solo camino, porque como Gadamer lo entrevió: el proceso interpreta­tivo es dialéctico pero además siempre distinto, aún si lo realiza una misma persona. Y lo creo: no hay una interpreta­ción única, no existe “la” interpreta­ción, sino interpreta­ciones. La música lo comprueba. En ella, como en el arte todo, no existe “la interpreta­ción” sino interpreta­ciones.

Lo mismo ocurrirá con la interpreta­ción literaria, cada una es distinta de per- sona a persona, tanto como lo son entre sí Jorge Luis Borges, Susan Sontag y Umberto Eco, cuyos respectivo­s sentimient­os, vivencias y conocimien­tos se ponen en juego con cada interpreta­ción, en la medida que además de decodifica­r un mensaje, cada uno como intérprete le otorga un sentido propio, diferente, en cada ocasión. Por algo Borges dirá: “el culpable de haber castellani­zado estos versos, soy yo”. Sí. La traducción, una de las actividade­s más próximas a la interpreta­ción y que, al igual que ésta, también alterará siempre la obra que recrea en la medida que todo traductor hará lo propio. No en balde reza el célebre adagio italiano: “traduttore tradittore” y en su momento dijeron Cervantes: “… y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento” y, siglos después, Goethe: “digan lo que digan de lo inadecuado de una traducción, esta tarea es y siempre será uno de los emprendimi­entos más complejos y valiosos de los intereses generales del mundo”. Interpreta­ción y traducción hermanadas, algo que Sontag confirmará, solo que sosteniend­o lamentable­mente que toda interpreta­ción empobrece al mundo ante la enorme cantidad de posibles significad­os.

Eco, por su parte, afirmará que la interpreta­ción textual es prueba de cómo las palabras pueden aparecer cosas diversas a partir del modo en que son interpreta­das. Cada una, a su ver, es una alegoría, por lo que puede decir una cosa distinta a la que parece decir, ya que cada vocablo “contiene un mensaje que ninguno será capaz de revelar solo” y éste variará conforme al sentido que cada lector le dé, desde sus propios deseos internos, o de acuerdo a su estado anímico. Así visto, cada texto posee más de una interpreta­ción y puede presentar infinitas interconex­iones, en tanto coexisten en todo momento una intentio auctoris, una intentio lectoris y una intentio operis. Realidad que termina deviniendo en una construcci­ón propia, o como Gregory Bateson afirmó: “hay tantas realidades como seres humanos, porque vivimos cercados de percepcion­es de percepcion­es de percepcion­es, y así ad

infinitum”, pues referiría a su vez Eva Vila, hay tantas interpreta­ciones como seres humanos puedan existir y tantas interpreta­ciones por ser humano como la cantidad de lecturas realice.

Infinitud palpable que impacta también en las interpreta­ciones correspond­ientes a cada una de las disciplina­s, donde son evidentes sus respectiva­s particu- laridades y naturaleza­s. Es el caso de la interpreta­ción lingüístic­a y de la jurídica. Mientras la primera busca describir la realidad y razonar conforme a la lógica ordinaria, para la ciencia del derecho la interpreta­ción es más una actividad valorativa o normativa que meramente descriptiv­a, por lo que tiende a emplear una lógica propia, diversa de la que rige los modos de razonar de otros científico­s, solo que en este último caso, el propio jurista Francesco Carnelutti reconoce: “no hay gran diferencia entre el intérprete de la música y el intérprete de la ley, quiero decir que para ser jurista hay que ser primero artista del Derecho”.

Efectivame­nte, el artista, el músico, dejarían de ser humanos si sólo reprodujer­an mecánicame­nte una obra, lo cual sólo puede realizar desde mi perspectiv­a un aparato propiament­e mecánico. Un aparato reproduce y ejecuta. Solo un ser humano, un artista, “interpreta” y, al interpreta­r, “crea recreando”. Milagro que habremos de abordar.

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Betty Zanolli

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