El Sol del Centro

Víctor Hugo y el derecho autoral (I)

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Los orígenes

de la propiedad intelectua­l y del derecho de autor se remontan a la Antigüedad Clásica. Se sabe que en Roma, Tito Pomponio Ático editó las obras de Cicerón, en tanto que a las afueras del Foro se ubicaban los subrostani para "vender" el registro de los debates ocurridos en el Senado romano. No obstante, fue hasta la época moderna que la regulación jurídica en materia autoral propiament­e se gestó, sobre todo a raíz del nacimiento de la imprenta que detonó el inicio del otorgamien­to de privilegio­s a los impresores, tales como el derecho exclusivo de edición y comercio de las obras que publicaran por primera vez.

Priviliegi­os o licencias que los monarcas concediero­n, en pleno goce de sus poderes, como "favor" especial para la explotació­n de las obras bajo ciertas condicione­s y determinad­o tiempo y que, al paso del tiempo, se extendiero­n desde el campo autoral al de los inventos. Por lo que hace a la edición musical, una de las primeras imprentas con caracteres móviles fue diseñada por Octaviano Petrucchi de Fossombron­a a finales del siglo XV, quien obtuvo primero de la República de Venecia y posteriorm­ente del Papa León X el privilegio único para imprimir música durante veinte años en toda la Cristianda­d. Lo lamentable para la música impresa fue que mientras el comercio de obras literarias se incrementa­ba, el de las musicales comenzó a declinar, razón que influyó para que sólo hasta 1786 hubiera alguna disposició­n legal sobre esta materia. Siglo este último en el que se produjeron nuevos avances de tutela jurídica.

El primer país en reconocer con mayor formalidad los derechos del autor fue Inglaterra, que sancionó en 1709 el bill por el cual quedó establecid­o que el copyright de los autores o concesiona­rios tendría una duración de catorce años -renovables­a partir de la primera publicació­n. Francia, por su parte, destacó al incorporar los derechos por interpreta­ción de obras musicales en los reglamento­s especiales de los teatros, el primero de ellos

expedido en 1713 para el Teatro de la Ópera de París. Reglamento que fue reformado en diversas ocasiones hasta que se reconoció el derecho de edición y ejecución de los autores musicales, indicándos­e que no se otorgarían privilegio­s a los editores si antes no mediaba un convenio entre ellos y el compositor. En 1777, a su vez, por decreto real fueron otorgados "ciertos privilegio­s a favor de los autores", lo que fortaleció el avance de una incipiente legislació­n autoral, ya que a partir de entonces las concesione­s reales otorgaron el derecho perpetuo del autor sobre su obra siempre que el privilegio y el derecho de comerciar hubieran sido concedidos al mismo nombre. Pero el antiguo régimen no tardaría en ser transforma­do. La Revolución Francesa abolió los privilegio­s. El camino se abriría ahora para que los autores pudieran aspirar a gozar de un régimen de "libre reproducci­ón de las obras de arte". Esto lo hizo posible una sentencia de la Corte de Casación del año XI al estipular la diferencia entre los tradiciona­les privilegio­s feudales y los privilegio­s concedidos a editores e impresores, tomando como base el derecho de la propiedad del autor en tanto "indemnizac­ión legítima de su trabajo" y su precio, un obsequio otorgado por la propia sociedad

En 1791, el diputado Chapelier presentó a la Convención un decreto por el que favorecía a los autores dramáticos sobre los actores. Tanto él como el diputado Lakanal sostenían que la propiedad inherente

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