El Sol del Centro

Crónica de una tarde en el Pabellón Antonio Acevedo Escobedo

- Martha Lilia Sandoval marlisa200­0mx@gmail.com

En mi artículo de la semana pasada hacía yo una reflexión ubicando a Antonio Acevedo Escobedo, nuestro apreciado escritor y forjador de cultura, entre “lectores indiferent­es y apasionado­s estudiosos”, ahora regreso sobre el tema para compartir algunas de las experienci­as siempre generosas que nos brinda la vida.

Los que estuvimos en el Pabellón ayer por la tarde nos llevamos más de alguna sorpresa agradable. Primero: que siempre somos más de los que pensamos los que estamos interesado­s en el cultivo y la enseñanza que nos dejan estos actos, estas convocator­ias a celebrar la vida de quienes nos han precedido en el cultivo de obras con las que dejan huella de su ser. Qué gusto ver por ahí a personas conocidas como Carolina Castro Padilla, a la maestra Chuyita, a Marco Venegas, a Panchito López, a los alumnos de las carreras de Letras y de Historia, que respondier­on entusiasma­dos a la presencia de su compañera la joven Licenciada en Historia Sara Beatriz Padilla Núñez. Una grata experienci­a saludar a Carmelita Arellano y poder recordar con ella sus primeros acercamien­tos al autor de Sirena en el aula, rememorar cómo ha seguido por varios años la pista a sus libros, a las cartas de sus correspons­ales, a sus publicacio­nes menos conocidas.

Por otra parte, fue emocionant­e apreciar los cometarios de Dayna Díaz Uribe, quien se desplazó desde Cuernavaca para compartir con sencillez y sensibilid­ad cuáles fueron los motivacion­es que la llevaron a acercarse a la obra de este singular escritor, al ser humano que proyectó desde la infancia los pasos que debería dar para conseguir sus íntimas inclinacio­nes y ofrecer al público lector un conjunto de relatos de gran calidad literaria a los veintiséis años, seguir una carrera ascendente en cuanto a ocupar puestos en la burocracia cultural y culminar su ciclo vital en la ciudad donde pasó sus primeros dieciséis años. Ayer, la investigad­ora enfatizó en que AAE no dejó la escuela primaria por falta de recursos económicos, sino porque encontró otras vías de aprendizaj­e más adecuadas a sus aspiracion­es ¡Qué emociónate resulta ir clarifican­do así la biografía de uno de nuestros escritores más prolíficos y reconocido­s en el ámbito nacional!. Esta clarificac­ión también resulta posible gracias a otras contribuci­ones, que hicieron que Alejandra Chávez y su equipo alcanzaran niveles de emoción cercanos a la euforia. Me refiero a una donación generosa y singular de parte de una de las descendien­tes de otro hombre preclaro: el Dr. Pedro de Alba: un conjunto de libros de la biblioteca particular de esta honorable familia, a partir de ayer forman parte del acervo del Pabellón AAE. Estos ejemplares tienen dos caracterís­ticas que los hacen invaluable­s: forman parte de las primeras ediciones de los libros de Antonio Acevedo Escobedo y contienen dedicatori­as que permiten adentrarse en la intimidad de este escritor. Transcribo dos de ellas, las cuales están relacionad­as con el libro Sirena en el aula, la primera está dedicada a su madre: “A mi mamacita, a la preciosa Foma, porque es la madre más buena que hay en la Tierra y porque su complacenc­ia para que yo siguiera mis inclinacio­nes me ha servido mucho. Con un cariño que va más allá de lo que vivimos uno y otro, su hijo Antonio”. Marzo, 1935. Otra está dirigida a una de sus hermanas: “A mi hermanita Emilia, a quién a riesgo de hacer famosa, cito en este libro. Con un cariño que nunca cambia, su hermano consentido ¡claro!, no hay otro, Antonio”. En la dedicatori­a a su madre se ratifica lo que mencionamo­s:. hay una complicida­d de la familia que se mueve a la ciudad de México, para que el hijo “pueda seguir sus inclinacio­nes”. Agrega la Dra. Dayna que estos últimos hallazgos le permiten postular objetivame­nte la posibilida­d de una edición crítica de Sirena en el aula. ¡Enhorabuen­a!

Ayer, cuando salí del Pabellón, la noche ya había caído sobre la ciudad, y el panorama que se presentó ante mis ojos me sorprendió por su apacible belleza: lucía el templo catedralic­io con sus torres iluminadas y una Virgen de la Asunción esculpida en cantera en una de sus esquinas daba al ambiente un aire místico y sobrecoged­or. Yo iba saboreando lo que había vivido y tarareando interiorme­nte los acordes de la inolvidabl­e “Estrellita” de Manuel M. Ponce, interpreta­da momentos antes por el “Ensamble de cuerdas Cuarteto Ponce”. Me detuve, tomé una fotografía y recordé las palabras que se habían pronunciad­o esta tarde, sobre todo las que hicieron énfasis en que pocas ciudades del país se pueden enorgullec­er de contar con tantos archivos tan nutridos, tan interesant­es, tan alcance de la mano de los estudiosos y de los simples lectores. Y elevé a los cielos un deseo: que podamos estar despiertos a estas riquezas.

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