Imágenes de la enseñanza musical novohispana A raíz
del descubrimiento y posterior conquista de los territorios del Nuevo Mundo a cargo de los europeos, dio inicio un proceso de transculturación de dimensiones espectaculares que repercutió en todos los órdenes de la vida de los pueblos originarios. Uno de ellos fue la llegada al continente americano de la música europea y, por ende, de su enseñanza predominantemente a cargo de las órdenes religiosas que comenzaron a arribar, lo cual hizo de las iglesias y monasterios los centros principales de su desarrollo durante la época colonial.
Gracias a las crónicas elaboradas por los religiosos del siglo XVI, sabemos de la gran sorpresa que causó advertir en los europeos la gran sensibilidad musical que poseían los indígenas, así como conocer el patrón educativo que cultivaban las sociedades prehispánicas, particularmente la nahua y la maya, previo al momento del contacto. De ellas se deduce, por un lado, que entre los naturales la educación musical se encontraba vinculada con la construcción y cuidado de instrumentos y, por otro, que existían lugares específicos en donde se impartía su enseñanza.
En Méxicotenochtitlan, la música era parte esencial de la educación indígena, al enseñarse cantos y danzas en sus escuelas principales: Calmecac y Telpochcalli. No obstante, era en el Cuicacalli la casa del canto en la que se instruía en los servicios de asistencia a los templos, en el que se preparaba a los alumnos en el canto, poesía y danza, en tanto que el Mixcoacalli “casa de la Serpiente de Nubes” servía para resguardar al extenso repertorio organológico de los naturales, integrado por instrumentos de las familias de aerófonos, idiófonos y membranófonos que usaban para acompañar cantos y danzas, en tanto que en el Mecatlán cuyo nombre derivaba de mécatl, cordel identificativo del músico tañedor se enseñaba a tocar las trompetas y flautas de los ministros del culto religioso con la finalidad de invo
car, alabar y propiciar a los dioses. Los jóvenes asistían al atardecer al Cuicacalli. A los varones los recogían unos ancianos llamados teanque, seleccionados especialmente para ello. A las mujeres las acompañaban unas ancianas llamadas cihuatepixque. Para iniciar el aprendizaje, se enseñaba el canto en distintas salas a muchachos y muchachas. Después los maestros los reunían para que bailaran acompañados por instrumentos musicales y, al terminar sus estudios, los jóvenes eran acompañados a sus casas.
Cuando en 1523 llegó el primer grupo de misioneros franciscanos, integrado por los frailes Juan de Ahora, Juan de Tecto y Pedro de Gante, la enseñanza que comenzaron a impartir a los naturales se centró en los fundamentos del canto llano y en la ejecución de algunos instrumentos musicales conforme a los usos en ese entonces empleados en Europa. Iniciaba así la obra de evangelización que habrían de proseguir dominicos y agustinos y que tendría en la música uno de sus medios fundamentales para la propagación de la doctrina cristiana y consolidación de su labor pastoral. Gracias a ello, se formaron los primeros coros eclesiásticos y, como lo reseñan las fuentes de la época, pronto no hubo convento ni pueblo cabecera que careciera de algún grupo vocal o instrumental.
En 1524, fray Pedro de Gante funda en Texcoco una Escuela de Artes y Oficios y, tres años después, la primera escuela de
siglo XVII, la enseñanza musical se concentra en las escuelas de infantes de coro de las catedrales y los maestros de música se dedican más a la práctica.
música con sede en la capilla de San José del Convento de San Francisco en la Ciudad de México, anterior aún a la correspondiente a la Catedral Metropolitana en la que se formó desde 1538 su coro de infantes. Organizada como internado, a la usanza un tanto de la práctica hispana implementada desde los tiempos de la Reconquista, niños y niñas aprendían artes y oficios, constituyendo sus materias: lectura y escritura de canto llano, canto de órgano, canto figurado, dictado musical, ejecución y construcción de instrumentos, institución cuya labor fue proseguida en la Escuela de Santa Cruz de Tlatelolco, donde se enseñó también música para satisfacer las necesidades litúrgicas. Así, mientras el pueblo en general entonaba las melodías religiosas en las fiestas, los infantes próximos a los misioneros, generalmente hijos de principales indígenas, aprendían a cantar, escribir, componer e interpretar diversos instrumentos musicales: monocordios, laúdes, rabeles, guitarras, arpas, vihuelas, salterios, bajones, flautas, órganos y timbales, constituyendo las obras renacentistas de Palestrina, Cabezón, Victoria, Guerrero y Lasso, su principal repertorio.
Para el siglo XVII, la enseñanza musical se concentra en las escuelas de infantes de coro de las catedrales y los maestros de música se dedican más a la práctica que a la elaboración de tratados de teoría musical. En ese sentido, la obra de Sor Juana Inés de la Cruz reviste especial trascendencia, pues además de haber impartido lecciones de música en el Convento de San Jerónimo a mediados de dicha centuria, a su pluma se debió un notable tratado de Armonía, personaje de cuya obra musical hablaremos.
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