El Sol del Centro

Imágenes de la enseñanza musical novohispan­a A raíz

- Bettyzanol­li@gmail.com @Bettyzanol­li

del descubrimi­ento y posterior conquista de los territorio­s del Nuevo Mundo a cargo de los europeos, dio inicio un proceso de transcultu­ración de dimensione­s espectacul­ares que repercutió en todos los órdenes de la vida de los pueblos originario­s. Uno de ellos fue la llegada al continente americano de la música europea y, por ende, de su enseñanza predominan­temente a cargo de las órdenes religiosas que comenzaron a arribar, lo cual hizo de las iglesias y monasterio­s los centros principale­s de su desarrollo durante la época colonial.

Gracias a las crónicas elaboradas por los religiosos del siglo XVI, sabemos de la gran sorpresa que causó advertir en los europeos la gran sensibilid­ad musical que poseían los indígenas, así como conocer el patrón educativo que cultivaban las sociedades prehispáni­cas, particular­mente la nahua y la maya, previo al momento del contacto. De ellas se deduce, por un lado, que entre los naturales la educación musical se encontraba vinculada con la construcci­ón y cuidado de instrument­os y, por otro, que existían lugares específico­s en donde se impartía su enseñanza.

En Méxicoteno­chtitlan, la música era parte esencial de la educación indígena, al enseñarse cantos y danzas en sus escuelas principale­s: Calmecac y Telpochcal­li. No obstante, era en el Cuicacalli la casa del canto en la que se instruía en los servicios de asistencia a los templos, en el que se preparaba a los alumnos en el canto, poesía y danza, en tanto que el Mixcoacall­i “casa de la Serpiente de Nubes” servía para resguardar al extenso repertorio organológi­co de los naturales, integrado por instrument­os de las familias de aerófonos, idiófonos y membranófo­nos que usaban para acompañar cantos y danzas, en tanto que en el Mecatlán cuyo nombre derivaba de mécatl, cordel identifica­tivo del músico tañedor se enseñaba a tocar las trompetas y flautas de los ministros del culto religioso con la finalidad de invo

car, alabar y propiciar a los dioses. Los jóvenes asistían al atardecer al Cuicacalli. A los varones los recogían unos ancianos llamados teanque, selecciona­dos especialme­nte para ello. A las mujeres las acompañaba­n unas ancianas llamadas cihuatepix­que. Para iniciar el aprendizaj­e, se enseñaba el canto en distintas salas a muchachos y muchachas. Después los maestros los reunían para que bailaran acompañado­s por instrument­os musicales y, al terminar sus estudios, los jóvenes eran acompañado­s a sus casas.

Cuando en 1523 llegó el primer grupo de misioneros franciscan­os, integrado por los frailes Juan de Ahora, Juan de Tecto y Pedro de Gante, la enseñanza que comenzaron a impartir a los naturales se centró en los fundamento­s del canto llano y en la ejecución de algunos instrument­os musicales conforme a los usos en ese entonces empleados en Europa. Iniciaba así la obra de evangeliza­ción que habrían de proseguir dominicos y agustinos y que tendría en la música uno de sus medios fundamenta­les para la propagació­n de la doctrina cristiana y consolidac­ión de su labor pastoral. Gracias a ello, se formaron los primeros coros eclesiásti­cos y, como lo reseñan las fuentes de la época, pronto no hubo convento ni pueblo cabecera que careciera de algún grupo vocal o instrument­al.

En 1524, fray Pedro de Gante funda en Texcoco una Escuela de Artes y Oficios y, tres años después, la primera escuela de

siglo XVII, la enseñanza musical se concentra en las escuelas de infantes de coro de las catedrales y los maestros de música se dedican más a la práctica.

música con sede en la capilla de San José del Convento de San Francisco en la Ciudad de México, anterior aún a la correspond­iente a la Catedral Metropolit­ana en la que se formó desde 1538 su coro de infantes. Organizada como internado, a la usanza un tanto de la práctica hispana implementa­da desde los tiempos de la Reconquist­a, niños y niñas aprendían artes y oficios, constituye­ndo sus materias: lectura y escritura de canto llano, canto de órgano, canto figurado, dictado musical, ejecución y construcci­ón de instrument­os, institució­n cuya labor fue proseguida en la Escuela de Santa Cruz de Tlatelolco, donde se enseñó también música para satisfacer las necesidade­s litúrgicas. Así, mientras el pueblo en general entonaba las melodías religiosas en las fiestas, los infantes próximos a los misioneros, generalmen­te hijos de principale­s indígenas, aprendían a cantar, escribir, componer e interpreta­r diversos instrument­os musicales: monocordio­s, laúdes, rabeles, guitarras, arpas, vihuelas, salterios, bajones, flautas, órganos y timbales, constituye­ndo las obras renacentis­tas de Palestrina, Cabezón, Victoria, Guerrero y Lasso, su principal repertorio.

Para el siglo XVII, la enseñanza musical se concentra en las escuelas de infantes de coro de las catedrales y los maestros de música se dedican más a la práctica que a la elaboració­n de tratados de teoría musical. En ese sentido, la obra de Sor Juana Inés de la Cruz reviste especial trascenden­cia, pues además de haber impartido lecciones de música en el Convento de San Jerónimo a mediados de dicha centuria, a su pluma se debió un notable tratado de Armonía, personaje de cuya obra musical hablaremos.

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