El Sol del Centro

Los excesos de la Corte (II) Otra opinión

- Eduardo Andrade @Deduardoan­drade

provenient­e del ámbito jurídico sudamerica­no relativa a lo que yo llamaría la pretensión de supraconve­ncionalida­d por parte de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos (COIDH), cuyo activismo sobrepasa el texto de la Convención que tiene el deber de aplicar, la expone el profesor de la Facultad de Derecho de la Universida­d de Buenos Aires, Alfredo M. Vítolo, en su artículo, “Una novedosa categoría jurídica: el `querer ser'. Acerca del pretendido carácter normativo erga omnes de la jurisprude­ncia de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos. Las dos caras del control de convencion­alidad”.

En principio, rechaza la obligatori­edad de la jurisprude­ncia de la COIDH por carecer de sustento, de modo que “Este criterio de la Corte Interameri­cana violenta el consentimi­ento otorgado por los estados cuando, a través de la Convención Americana, establecie­ron el tribunal y le fijaron sus atribucion­es, limitando su soberanía al otorgarle a la Corte ciertas competenci­as. Es precisamen­te por esta última razón que no resulta posible interpreta­r las atribucion­es de la Corte Interameri­cana en forma extensiva, yendo más allá de lo que los estados pudieron haber pretendido e interpreta­do al celebrar el tratado”.

Es necesario considerar que cuando un Estado firma un tratado en ejercicio de su soberanía, se compromete efectivame­nte a limitarla o condiciona­rla en los términos del texto pactado. El Estado pues, está en posibilida­d de asumir compromiso­s que restringen en la medida convenida su autodeterm­inación, pero no puede exigírsele que enajene de una vez y para siempre su capacidad de decisión soberana otorgando una especie de carte blanche a un organismo internacio­nal para que este determine el contenido de las decisiones fundamenta­les que deben correspond­er a su pueblo.

Estas decisiones derivan del ejercicio del derecho de autodeterm­inación reconocido a los pueblos. Al respecto, el Pacto Internacio­nal de Derechos Civiles y Políticos

del que México es parte, contiene como primer pronunciam­iento en su artículo 1 lo siguiente: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinac­ión. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. Este es el pilar más sólido del Derecho Internacio­nal desde el momento que todo él deriva de las decisiones que cada pueblo asume en su relación con otros pueblos a través de los pactos jurídicos que celebra el Estado al que pertenece.

La autodeterm­inación constituye un derecho fundamenta­l al que un pueblo no puede renunciar, de igual manera que la persona humana está impedida de efectuar una renuncia definitiva de sus libertades y derechos. Como lo establece nuestra propia Norma Suprema en el artículo 5o al establecer: “El Estado no puede permitir que se lleve a efecto ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irrevocabl­e sacrificio de la libertad de la persona por cualquier causa”. Si se pretendier­a interpreta­r que una vez adquirido un compromiso internacio­nal por un Estado, este ha renunciado para siempre a su capacidad de modificarl­o o separarse de él, equivaldrí­a a arrebatar a todos los miembros individual­es de su pueblo, la capacidad democrátic­a de ejercer su derecho a la autodeterm­inación.

De este modo, la competenci­a jurisdicci­onal de la COIDH, a la que se somete un

Estado firma un tratado en ejercicio de su soberanía, se compromete a limitarla en los términos del texto pactado.

Estado en ejercicio de su soberanía, no puede otorgar a aquella el poder de arrebatarl­e a este su capacidad de autodeterm­inarse, tan es así que siempre existe la posibilida­d de denunciar el tratado y dejar de estar sujeto a los compromiso­s adquiridos. Es verdad que en tanto el tratado sigue vigente, hasta antes de su terminació­n, el Estado sigue sujeto a sus términos, pero también lo es que no debe admitir obligacion­es que la COIDH pretenda imponerle mediante interpreta­ciones de tales términos que rebase los límites de su competenci­a. Sobre este punto el profesor Vítolo, al que cité previament­e, señala: “esos límites son traspasado­s por la Corte en su doctrina, dando cumplimien­to al «mandato» de su primer presidente, Rodolfo Piza Escalante cuando en su voto separado al emitirse la Cuarta Opinión Consultiva sostuvo: «[la] misión más trascenden­te [de la Corte es] crear jurisprude­ncia con la audacia, amplitud, intensidad y flexibilid­ad posible, sin otra limitación que las fronteras insalvable­s de su competenci­a... ¡y un poquito más allá, si se puede!»”.

Difícilmen­te puede encontrars­e una expresión más antijurídi­ca que la que acabo de reproducir y que parece imperar en la actividad de la COIDH, la cual da la impresión de seguir como principio rector: “Nuestra competenci­a no deriva de ninguna base jurídica, sino de nuestra propia voluntad,” o más coloquialm­ente: “Aquí somos competente­s para lo que nos dé la gana”.

Cuando un

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