Raúl Carrancá y Rivas
En el enfrentamiento ayuno de tregua de los All Blacks de Nueva Zelanda contra los negros y blancos sudafricanos, humillados y rebajados los negros de Sudáfrica por sus compatriotas de la minoría blanca¸ Mandela sintió su feroz pisoteo, su humillación y maltrato, su falta de respeto y desatada violencia, su agresión a los derechos inherentes a la especie humana, negando los agresores su propia humanidad.
Mandela dijo: “Nuestro más profundo temor no es ser incapaces. Nuestro más profundo temor es que somos ilimitadamente poderosos. Es nuestra luz, no nuestra obscuridad, lo que más nos atemoriza”. Miedo al propio temor, a la propia naturaleza y condición humana, a reconocer y manejar nuestro poder. Cegados y deslumbrados por la luz de la que somos hacedores y depositarios, ciegos de tanta luz, nos da terror reconocerlo. Nos refugiamos en el miedo intenso ante nuestra supuesta incapacidad, lo que nos deprime moralmente y se refleja en el compromiso social que no asumimos. Como hijos de Dios somos brillantes, magníficos, talentosos y maravillosos, pero nos arredra reconocerlo y algo nos retrae e incluso nos hace volver atrás. ¿Por qué? Porque son siglos de suponer lo contrario paralizados, detenidos en un pesimismo ancestral que se revela en ciertos espacios de la cultura. En la Grecia dorada, por ejemplo, se supo lo que éramos (lo supo Platón, entre otros). La concepción de la democracia en Grecia -pienso en Pericles-, de la vida social, de la convivencia política entre los hombres, trazó un camino maravilloso que al final de cuentas deslumbró a la humanidad, lo que se percibe en el mito de Prometeo y de su hermano Epimeteo. Es como si una niebla hubiera obscurecido el amanecer grandioso de la humanidad. ¿Por qué? Se dificultó la visión del hombre, su propia visión, por esa nube tan baja, tan a ras de suelo. ¿De dónde vino? Algunos la llaman el mal.
En su momento fue el apartheid, repito, con todas sus repercusiones sociales y morales el que azotó al país de Mandela; fueron el apartamiento, la segregación racial, la negación radical de la igualdad y de la libertad del hombre. Y parece que la niebla cubrió también la gran pregunta “¿de dónde vino?”; aunque Mandela halló la respuesta en la vinculación de la política con la moral, con la fuerza espiritual, en eso que los juristas llamamos derechos humanos, luchando por ellos para reivindicar a la humanidad, para reclamarlos con todas sus fuerzas y argumentar a su favor no importa que le costara la libertad durante 27 años. En efecto, sobre el particular había dicho en memorable ocasión: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar; el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”. La verdad es que nada seríamos si en el estado actual de la vida -ya lo sostuvo con vigor inusitado Sócrates en su Apología que escribió Platónrenunciáramos a la estrecha hermandad que debe haber entre el espíritu y la materia social -formando aquí en este mundo una unidad-, orientados por la Justicia y por la ley de la mano del Derecho. Se trata de la prevalencia de los valores, de la hidalguía espiritual -generosidad y nobleza de ánimo- del ser humano.
“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar; el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”. La verdad es que nada seríamos si en el estado actual de la vida renunciáramos a la estrecha hermandad