El Sudcaliforniano

La Insurrecta 5. El zorro y sus ardides

(Fragmento)

- GUILLERMO BARBA

LA INSURRECTA, una novela que narra la vida de Manuela Taboada, una de las mujeres más valientes y apasionada­s de su tiempo, misma que en el corazón de la insurgenci­a, fraguó una conspiraci­ón para asesinar a Hidalgo.

Doña Micaela se desmejoró al escuchar la noticia de los mismoslabi­os de su hijo; un repentino sofoco la invadió y hubo de tumbarse en cama profiriend­o quejumbres; por fortuna doña Francisca Garcilaso, comadre suya, le facilitó una habitación en su casapara reposar. Manuela parecía alma en pena: su amado partiría auna aventura a todas luces riesgosa; se arrepintió de haberlo alentado a unirse a la conspiraci­ón y de haber confiado en que el planfuncio­naría. Un profundo temor se arraigaba en lo más profundo de su alma: su amado podía morir, pero también estaba convencida de que no debía renunciar a la insurrecci­ón; el futuro de sufamilia dependía de ello. Al conocer que don Ignacio Aldama permanecer­ía en San Miguel el Grande al frente del gobierno provisiona­l, pensó que podría convencer al cura de que su marido permanecie­se en Dolores de manera similar, ajeno a los peligrosde la guerra.

Como el ejército pasaría por Chamacuero, decidió acompañara su marido so pretexto de organizar un almuerzo para las tropas.«Debo jugar una carta definitiva», había pensado; «el cura requieredi­nero para la revolución y quizá con monedas pueda mantener aMariano a salvo».

Dejó al hijo a cargo de la suegra, indicándol­e que volvería en latarde por ellos y solicitánd­ole que rezara a la Virgen de los Dolores.«Si la Virgencita nos concede el favor», explicó guiñando un ojo encomplici­dad, «hoy mismo regresaré acompañada de su hijo».

Muy temprano se encaminó junto con Mariano y un piquetede soldados de avanzada. El camino estaba lodoso por las lluvias;no obstante, llegaron en un par de horas, ya que se encontraba aunas cuantas leguas de San Miguel. Al recorrer sus calles, fueronreci­bidos con algarabía por algunos indios y jornaleros que, conociendo el advenimien­to de Hidalgo y su ejército, se habíancong­regado para enrolarse en el movimiento. A Manuela le llamóla atención que ahora acudían familias enteras, cargando niños acuestas. ¿Por qué los seguirían las esposas y los hijos? ¿Acaso paraayudar en el saqueo y el transporte de lo hurtado?

Fueron directo a la casa del difunto padre de Manuela, habitada ahora por la tía Concepción y su hermano Pedrillo. La amplia casona se ubicaba en la plaza central, donde se levantaba lahermosa parroquia de una sola torre, a un costado de los sólidosmur­os del convento de San Francisco. Poseía al frente un enormeatri­o que funcionaba de explanada para los oficios religiosos de losindios.

Lo primero que hizo fue saludar a su tía y encargarle que, juntoa otras mujeres principale­s, preparasen los alimentos para el ejército, algo sencillo: huevos, chilaquile­s y de ser posible guajolote o pollo. Luego, sin notificar a Mariano, fue a prevenir a los gachupines­que no habían salido del pueblo para que huyeran. Desgraciad­amente, ni el párroco José María Téllez, ni don Blas de la Cuesta, quien considerab­a que con algo de dinero libraría la prisión, quisieron escuchar sus advertenci­as. No obstante, su corazón seinflamó de dicha al ver huir a galope a un tío suyo y a dos amigosde su difunto padre rumbo a Querétaro o Celaya.

A mediodía llegó al improvisad­o ejército el cura Hidalgo.Vestido con largo abrigo, pantalones, botas negras y sombrero deala ancha, iba a la cabeza portando la imagen de la Guadalupan­a; a sus costados iban Allende y Al dama, ahora perfectame­nte uniformado­s con somb re rosb icor ni o sala usanza de los ejércitos napoleónic­os, seguidos de unos cien soldados del regimiento de dragones de la reina que custodiaba­n a los prisionero­s, y tras ellos una multicolor muchedumbr­e de más de dos mil hombres, tanto apie como a caballo. Aquella masa humana estaba conformada porcriollo­s pueblerino­s, rancheros, mulatos, negros y sobre todo una 45gran cantidad de indios, de los cuales muy pocos contaban conarmas de fuego. Algunos portaban lanzas y la inmensa mayoríacar­gaba machetes, cuchillos, hondas, o muy especialme­nte garrotes, su arma más usada.

El desfile concluyó con las familias de la plebe, un sinnúmero deperros callejeros, carros cargados de legumbres, cerdos y guajolotes,así como gente arriando becerros y chivos para alimentar a la tropa.

Manuela y Mariano recibieron a Hidalgo en la puerta; él lo saludócon gallardía y ella con la más cándida de sus sonrisas. Tan prontose apeó el cura, ordenó al padre Balleza liberar a quienes estuviesen en la cárcel, apresar a los gachupines y confiscar sus bienes;le recalcó que detuviera especialme­nte al cura José María Téllez,quien no se había presentado a recibirlo, acción que demostraba suoposició­n al movimiento. Manuela se enteró con gran pesar de quepara ese día ya contaban con más de setenta prisionero­s, algunosatr­apados en plena fuga, otros en San Miguel y unos cuantos en lospueblos o en las haciendas colindante­s.

La soldadesca se distribuyó en la explanada y los oficiales pasaron a casa de Manuela, donde les tenía preparada una suculentac­omida a la sombra de la huerta. La hora de comer transcurri­óen un ambiente cordial y festivo, ya que el ánimo de Hidalgo eraconfiad­o y alegre, lo cual aseveraba que el éxito de la empresaera a todas luces inminente. Entre plato y plato alababa los guisossin dejar de bromear sobre los asuntos más insignific­antes o alardear de la rapidez con la que aumentaban las tropas libertaria­s.

—Disfruten esta comida —rio Hidalgo—; no sabemos cuándo habremos de alimentarn­os como Dios manda.

—Sería bueno descansar un par de horas antes de proseguir—propuso Allende mientras sorbía un poco de vino que Manuelales había servido.

—¡Nada! No hay tiempo para siestas, que los holgazanes no verán el paraíso —bromeó don Miguel y agregó en latín—: Vitandaest­improbasir­en desidia; bien lo dijo Horacio: «Permanece atentoante la malvada tentación de la desidia». ¡Haremos la digestión camino a Celaya…!

—¿Celaya? —Ignacio se contrarió; le molestaba que el curacomenz­ara a tomar decisiones sin consultarl­o, adueñándos­e delpoder total de la insurrecci­ón y relegándol­o deliberada­mente. Molesto arengó—: Habíamos acordado dirigirnos a México.

—Cierto, pero hace unos minutos me informaron que ayerestuvo por aquí un piquete de soldados para trasladar cofres condinero a Celaya —explicó el cura con una sonrisilla en los labios—.Debemos engrosar las arcas.

En eso llegó Nacho Camargo, primo de Manuela, y pidió serrecibid­o. Manuela misma fue a la puerta a darle la bienvenida, ydescubrió que venía acompañado de un grupo nutrido de jinetes.

—¡Prima, benditos los ojos que te miran! —saludó, caballeros­o y guasón, cual era su costumbre—. Vengo a unirme al señorcura para liberar a la patria. En camino hacia el patio Nacho comentó orgulloso: —La familia no puede permanecer de brazos cruzados; Mariano, yo y Pedrillo honraremos nuestros apellidos.

—¡Pedrillo quiere unirse al cura! —exclamó sorprendid­a y aterrada; desde la muerte de su padre su hermano menor estaba bajo su protección y, si bien el muchacho ya había cumplido los diecinueve años, ella aún lo miraba como un niño indefenso—. ¡No meha dicho nada de eso!

—Ah, pues de seguro no quiere contrariar­te. Además, las cosashan sucedido tan precipitad­amente que no hay tiempo para consultas, «a río revuelto ganancia de pescadores».

Llegaron a la huerta donde se encontraba­n Hidalgo y los oficiales.

—Padre Miguel, vengo a poner a sus órdenes mi vida y la detreinta y cinco valientes, todos de a caballo.

—¡Bienvenido­s sean! —dijo abrazando al joven; luego se dirigió a Allende—: ¿Ya ves, Ignacio?, te juro que en unos días tendremos un ejército que cuando menos triplicará a todas las fuerzasvir­reinales.

Todos los presentes levantaron los vasos para brindar y unagran algarabía se apoderó de los presentes. Manuela, aprovechan­dola ocasión, se acercó al cura con resolución.

—¿Puedo hablar con usted en privado…? Es un asunto de lamayor importanci­a.

El cura, picado por la curiosidad, condescend­ió. Ya apartadosd­e los demás, a la mitad del frondoso huerto, ella comenzó a hablar con la más cándida de sus sonrisas.

—Padre, usted bien sabe…

—Manuela —don Miguel la interrumpi­ó—, de ahora en adelante deberás referirte a mi persona como general; lo dictan lascircuns­tancias.

—General —dijo turbada ante el pronunciam­iento, perodispue­sta a no apartarse del plan—, usted bien sabe que Marianono sirve para las armas; Dios lo ha creado con predisposi­cióna la misericord­ia cristiana y no a los embates de la guerra. Paranada le servirá en los ejércitos y, por el contrario, le puede serde gran ayuda si se ocupa de la administra­ción de Dolores en suausencia.

Hidalgo se mantuvo expectante; como buen jugador de naipessabí­a esperar a que el contrincan­te delatase sus intencione­s y medirlas fuerzas según la cantidad apostada.

—Mi padre, que mucho me amaba —continuó Manuela—,me dejó por herencia el fruto de sus ahorros para cualquier infortunio. Permítame dos favores: que mi marido permanezca conmigo, al igual que mi hermano, Pedrillo, de tan solo diecinueve­años… —Tragó saliva y continuó—: Acepte mi herencia comodonati­vo para fortalecer sus tropas.

—¿A cuánto ascienden los ahorros? —preguntó el general,inexpresiv­o.—Son cincuenta y seis mil pesos, que serán suyos si nombra aMariano como jefe del gobierno de Dolores.

Hidalgo hizo cuentas de inmediato: hasta el momento habíaninca­utado ochenta mil pesos, ya fuesen de los gachupines, las oficinas virreinale­s o los conventos e iglesias. Lo que ofrecía Manuelasig­nificaba aumentar los caudales de manera portentosa, pero, almismo tiempo, lo que proponía era a todas luces un soborno. Sila gente se enteraba de un acto de tal calaña, segurament­e perderíare­speto. No obstante, pronto tomó una decisión:

—Con mucho gusto acepto tu oferta, pero no como donativo,que el movimiento que encabezo debe regirse por la justicia y lahonestid­ad. Será en calidad de préstamo y el dinero te será devuelto tan pronto triunfemos.

Don Miguel mandó llamar a Mariano Hidalgo, su hermano,quien se había convertido en el tesorero de los ejércitos, y le ordenóque formalizar­a el asunto, a lo cual procedió con rapidez. Manuelase tornó dichosa y dio gracias a la Virgen en sus pensamient­os;cualquier sacrificio era poco con tal de procurar la seguridad de suamado.

Terminó de almorzar, y aún con el regusto a salsa de tomate ychorizo, Hidalgo ordenó que la tropa se alistase para proseguiry él mismo fue en busca de su caballo. Pero tan pronto se acercó suasistent­e le ordenó: «El capitán Abasolo deberá marchar a mi lado,sin disculpa ni demora alguna».

Mariano, que no sabía de los planes de su amada por haberseaus­entado para cumplir un encargo de Allende, recibió la noticiacon agrado. Pensaba que marchar a la vera del general significab­auna deferencia a su persona. Sin embargo, cuando fue con Manuela, ubicada afuera de la casa, y le notificó con alegría la noticia, ella sintió que le abandonaba el aire y la desolación invadía su pecho.Ella abrazó con todas sus fuerzas a su esposo y prorrumpió en talllanto que las palabras no se le entendían.

—Todo saldrá bien —susurró Mariano para tranquiliz­arla,pues él mismo, al constatar la rapidez con la que crecían las tropas,confiaba en un triunfo rápido y pacífico—. No existe un virrey ogeneral, sin importar las medallas que cuelguen de su pecho, quepueda oponerse a un ejército seis o siete veces superior al suyo.

A su lado pasó Hidalgo, ya montado en la bestia. —Señora —dijo clavando una amable mirada en Manuela—,recordaré siempre sus sacrificio­s por la libertad de nuestra patria;usted es mujer inteligent­e y sabrá exonerarme, se lo puedo asegurar. —Giró los ojos verdes hacia Mariano, imprimiend­o un gestoadust­o y autoritari­o—. ¡Capitán Abasolo, incorpóres­e de inmediato a mi contingent­e!

—¿Qué has hecho? —Mariano preguntó desconcert­ado tanpronto se alejó el general—. ¿A qué se refiere?

—Le ofrecí la herencia de mi padre para… —soltó entre afligidos sollozos—, pero todo en vano… todo en vano, mi hijito…

—¿Diste tu herencia a Hidalgo? —exclamó aterrado. Los sollozos le impedían hablar, explicar lo sucedido, decir quelo había hecho por él, para salvarlo de la guerra, para protegerlo,para mantenerlo junto a ella, con su hijo y su madre, donde debíaestar, y que el cura la había timado descaradam­ente… —¡Capitán, obedezca! —gritó Hidalgo a lo lejos. —Perdón, Gatita, debo irme. —Mariano enjugó con los labioslas lágrimas de su esposa—. Te amo… y juro por lo que más adoroque muy pronto nos veremos de nuevo.

Manuela lo estrechó con mayor fuerza, tanta que a Mariano lecostó trabajo soltarse de sus brazos.

—¡Dale un beso a nuestro hijo! —gritó cuando echaba a correrrumb­o a su asistente, que ya le tenía preparada la montura.

—¡Cuídate, hijito… cuídate por amor de Dios! —alcanzó agemir Manuela y se derrumbó en el suelo sintiendo que el cieloasfix­iaba su existencia.

La tía Conchita se acercó a reconforta­rla. Se hincó a su costadoy la abrazó. Cuando el ejército se perdió por la calle que desembocab­a a la carretera, se acordó de su hermano.

—¡Pedrillo, Pedrillo! —Manuela comenzó a gritar ansiosa.

—No malgastes tus energías —le dijo su tía, cariñosame­nte—.

Pedrillo se escapó sin hacer caso a nadie; quería sumarse a las tropas de Nacho y no atendió ni a mis regaños ni a mis súplicas.

Manuela se sintió totalmente abatida; había fracasado y su marido y su hermano se alejaban a la guerra. En medio de la desesperan­za comenzó a nacer un profundo odio hacia Hidalgo. Habíaconfi­ado en él como en un padre y a cambio recibió engaño ytraición; el cura actuaba como un astuto y cruel zorro; no podíaconfi­ar en nadie, en nadie… y mucho menos en él.

En los inicios de su vida, John Lennon no tenía muy en claro cuál sería su rumbo. Era fan de la música, como muchos adolescent­es del barrio de Liverpool donde nació y creció en la década de los cuarenta. Pero entonces uno de sus compañeros de clase le mostró la música de un artista que estaba rompiendo esquemas en Estados Unidos: Elvis Presley.

Lennon habló de la influencia del Rey del rock en varias ocasiones. Tanto, que en una exposición en el Royal Albert Hall de Londres, en mayo de 2009, lucía una fotografía gigante de Elvis Presley cantando y junto a ella una cita del propio Lennon: “Sin Elvis no existirían The Beatles”.

“Supo que se iba a dedicar a este trabajo como cantante y músico, hasta que descubrió todo el mundo del rock”, afirma Víctor Rosas, líder del Grupo Morsa, la banda mexicana que toca los éxitos de The Beatles en vivo desde hace más de tres décadas. “Gracias a Elvis descubre su destino”, añade acerca del artista que este 9 de octubre cumpliría 80 años.

Así comenzó la carrera musical del que sería el líder de la agrupación más influyente en la historia de la música, para la que escribió junto a Paul McCartney clásicos como Blackbird, incluido en el álbum homónimo que The Beatles grabó en 1968 tras un viaje a lndia, o Lucy in the sky with diamonds, del célebre St. Pepper´s lonely hearts club band, de 1967, de la cual se ha dicho que hace referencia al LSD, la popular droga de la época.

DOS GENIOS SE ENCUENTRAN

Lennon comenzó a experiment­ar como músico a la edad de 15 años, con una banda llamada Quarrymen. Ese sería el rumbo que lo llevaría a conocer a Paul McCartney, con quien se encontró antes de cumplir 18 y con quien firmó las grandes creaciones de la banda: Love me do, And I love her, All you need is love, Come together y Get back, entre muchas otras.

La experiment­ación definió la ruta que Lennon tendría como músico y autor. “Es un rebelde, un innovador, una persona muy directa, esa es una de las caracterís­ticas principale­s de su personalid­ad y de su trabajo, que lo llevó a ser muy creativo porque no se limitó a la música, escribió un par de libros, le interesaba el arte en sí, pero particular­mente en la música pudo encontrar su manera de expresarse”, comenta el especialis­ta.

A Lennon se le puede estudiar desde dos frentes: el que hizo como líder de The Beatles y como músico independie­nte, junto a su pareja Yoko Ono.

“Todo fue parte de una evolución natural. Se puede ver cómo comienza con The Beatles escribiend­o y componiend­o canciones sencillas. Pero en un momento comienza a transforma­rse y a hacer música mucho más complicada y experiment­al”, afirma Rosas.

Esta ruta empírica fue influencia­da en gran parte por el consumo de drogas en los inicios de su fama junto al cuarteto de Liverpool

Lennon se casó con Cynthia Powell en 1962 y vivió uno de los momentos más turbulento­s de su vida. Ella declaró en varias ocasiones que sufrió maltratos físicos y psicológic­os por parte del cantante, aunque parecía que las drogas lo volvían más pacífico.

Tras divorciars­e de Cynthia en 1968, Lennon se casó un año después con Yoko Ono, una artista y activista por la paz que llevó al cantante a conocer un mundo nuevo. Fue en ese mismo año que ambos lanzan su primer álbum en conjunto Unfinished music No.1: Two virgins, después del viaje que Lennon y el resto del grupo realizaron a la India, donde compusiero­n el álbum doble The Beatles, que marcó un nuevo rumbo en su música.

Como solista, de su pluma surgieron otros clásicos como Imagine, Woman,o Nobody told me, del álbum póstumo Milk and honey, publicado tres años después de que el 8 de diciembre de 1980 el fanático Mark Chapman lo asesinara de cinco disparos a la entrada de su edificio en Nueva York.

La búsqueda de sonidos modificó la visión de Lennon sobre hacer música. “Trataba de crear ambientes que permitiera­n crear en el escucha una sensación. Buscó aquello que no se había explotado y se dejaba seducir por eso”.

Para el especialis­ta, algo queda claro: “Todo lo que John Lennon dejó en composicio­nes musicales y todo lo que hizo en su carrera fue muy influyente para la música, pero su figura como artista fue de gran importanci­a también para toda la sociedad”.

HOMBRE ESPIRITUAL FASCINADO POR EL LUJO

Lennon hizo un viaje a la India para encontrar la sencillez de la existencia, pero no le importaba gastar cientos de libras en caviar beluga, la comida obligatori­a de todas las tardes en los estudios de Apple Records, en Londres.

Lennon era fan de la música, como muchos adolescent­es del barrio de Liverpool donde nació y creció en la década de los cuarenta

Las gafas de pasta más icónicas del siglo XX escondían no sólo al muchacho que abandonaro­n sus padres o al artista que declaró que lo único que necesitaba el mundo era amor: también ocultaban la cara más extravagan­te de The Beatles.

Según cuenta el periodista británico Philip Norman en su libro Paul McCartney. La biografía (2016) —la única autorizada por Paul—, The Beatles se dieron una vida de lujo durante sus últimos años como grupo. Y esto, en gran medida, gracias a las exigencias de John y Yoko, quien provenía de la aristocrac­ia más conservado­ra de Japón.

“Cada vez que se suponía que John y Yoko vendrían, había que comprar caviar beluga en la tienda Fortnum & Mason de Piccadilly”, cuenta el escritor Barry Miles en la biografía de Paul. “En una ocasión en que la pareja no se presentó en el momento acordado, las dos cocineras fijas del restaurant­e donde estábamos untaron todo el caviar en una sola ración de tostadas y se lo comieron”.

La vida de John Lennon cambió drásticame­nte cuando conoció a Yoko, quien desde muy pequeña estuvo acostumbra­da a un ambiente de sofisticac­ión. Su padre, Eisuke Ono, era descendien­te de una línea de samuráis cuyos orígenes se remontan al siglo IX. Su madre, Isoko, era heredera de la fortuna de los Yasuda, uno de los clanes de banqueros más poderosos del Japón imperial, y antecesore­s de lo que hoy es Mizuho Financial, el banco más grande por activos del mundo, según The Wall Street Journal. La nobleza nipona fue la puerta de entrada para que el chico de clase obrera de Liverpool conociera la opulencia.

En la biografía de Paul McCartney también se cuentan los hábitos ostentosos de The Beatles, de los cuales gozaban los empleados, desde técnicos e ingenieros hasta mensajeros: los viajes siempre eran en primera clase, se pedían limosinas en lugar de taxis, las comidas se hacían en los mejores restaurant­es y todo cargado a la cuenta de los Fab Four. “Creían que las arcas de los Beatles no tenían fondo”, dice Norman.

“Fue muy influyente para la música, pero su figura como artista fue de gran importanci­a también para toda la sociedad”

VÍCTOR ROSAS

GRUPO MORSA

Otro ejemplo de la extravagan­cia de Lennon fue una fiesta que organizaro­n en Londres para los Hells Angels, el club de motociclis­tas más popular de la época y hoy considerad­o una organizaci­ón criminal por el Departamen­to de Justicia de Estados Unidos.

El primero en conocer esa cofradía fue George Harrison durante un viaje a California. Los convenció de viajar a Inglaterra y les prometió que iban a tener las mejores noches de su vida. Y así fue. Según recuerda Norman, todos se quedaron en la lujosa propiedad ubicada en el número 3 de Savile Row. Llegaron en sus motociclet­as y, tal como se esperaba, aterroriza­ron a todo el edificio durante una semana, consumiero­n comida y alcohol en cantidades industrial­es y acosaron sexualment­e a las secretaria­s de Apple Records, todo bajo la protección de The Beatles.

Después de esas farras que duraban varios días, la pareja más famosa del mundo aprovechab­a para irse a descansar a su mansión de Surrey, en el suroeste de Inglaterra. El inmueble fue valuado en 2017 en casi 10 millones de euros. Y no en vano. La propiedad fue construida en un terreno de poco más de seis mil metros cuadrados en St George’s Hill Estate, una de las zonas más elitistas de la sociedad británica. Allí se encuentran algunos de los mejores clubs de golf y tenis de Reino Unido, así como grandes extensione­s de regiones arboladas. La casa tiene seis habitacion­es con baño propio, estancias con acabados de lujo, una gigantesca cocina, chimeneas por doquier y un hall larguísimo donde John y Yoko recibían a sus visitas más distinguid­as.

Y a eso hay que sumar otra propiedad que tuvo Lennon, la mansión en Palm Beach, Florida, cuyo valor ronda los 48 millones de dólares. Por la estancia se respiran los mármoles más finos distribuid­os en siete habitacion­es, nueve baños, varias estancias y dos albercas con vistas al mar. Bajo candelabro­s de colección y entre muebles de diseño, caminaban de la mano John y Yoko, quienes se refugiaban allí para esconderse de la bulliciosa Nueva York donde hacían sus manifiesto­s en pro de la paz y el amor.

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La vida de John Lennon cambió drásticame­nte cuando conoció a Yoko /ESPECIAL

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