El suicidio de un intelectual de ultraderecha
Mishima tomó su daga, se la enterró en el vientre, extrajo sus vísceras. Su discípulo tomó un sable y lo decapitó. Inscribió ese seppuku , tan planeado y tan suyo, en el registro del acto político: la reivindicación de “el noble espíritu samurái”, desgarrado por la humillación y la derrota militar, por la “invasión cultural”. “La desvirilización” de la cultura japonesa. “Mishima quería convertirse en una protesta contra la indignidad en la que había caído su país”, escribió Dominique Venner. Sus seguidores aclaman hoy a Venner como a un “héroe romano, que prefirió la muerte a la derrota”. Prefiero los ecos de Mishima, recreados por ese homófobo connotado.
Venner, historiador y ensayista, con vasta influencia en el pensamiento de ultraderecha, ex militante de la organización clandestina OAS, se disparó un tiro en la boca, en Notre Dame. Su muerte elegida es “un acto político”. Su carta de despedida un manifiesto que nos remite a los anhelos y fantasmas más rotundos de la ultraderecha (cultivada):
“Amo la vida y no espero de ella sino la perpetuación de mi raza y de mi espíritu… ante los peligros inmensos para mi patria francesa y europea… sacrificarme para romper el letargo… un intento de protesta y de ejemplo sobre el cual fundar una toma de conciencia… hombres esclavos de su vida, mi gesto encarna una ética de la voluntad... me rebelo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales invasores que destruyen nuestras raíces identitarias, sobre todo la familia… me sublevo contra el crimen que busca la substitución de nuestras poblaciones… refundar nuestro renacimiento rompiendo con la metafísica de lo ilimitado, fuente nefasta de todas las derivas modernas”.
La aparente transparencia de lo explícito, enigmas de lo implícito. “No hay edad para indignarse de otra manera que las solas palabras, colocar su piel al filo de sus ideas, y testimoniar para el futu- ro”, escribió Venner. ¿Qué hay más corpóreo que morirse? Pero, ¿no es un ligero exceso tener que morirse para asumir la corporeidad? El último “golpe bajo”, para la concepción de Venner de una Francia testosterónica y guerrera, fue la Ley del Matrimonio para Todos. Su homofobia se sostiene en argumentos “morales” y demográficos: “Parejas homosexuales exigen adoptar a un niño, más o menos como se compra un perro, o un objeto sexual”, escribió. ¿A quién se le podría ocurrir lo del “objeto sexual”? hay que estar trastornadito, la verdad.
Reforzar las fronteras. Todas. No hay multiculturalismo que valga en el discurso de Venner: los extranjeros se reproducen más que los franceses, quienes se convertirán en una minoría derrotada ante la penetración de las fuerzas invasoras. Leer a Venner es aprehender el horror a la diferencia: una forma de amar se convierte en el derrumbe de la línea Maginot. El avance de los cuerpos del enemigo. La humillación. La decadencia. Invadir al otro, dominarlo, le parecía muy bien, fue capaz de encontrarle una justificación histórica y “civilizatoria” a la colonización. Luchó por su permanencia. Pero los dominados no pueden deslizarse hacia los territorios del amo.
Al final de cuentas, ¿quiénes “colocan más su piel al filo de sus ideas”, y de sus deseos, que los militantes del matrimonio para todos? Sin morirse. ¿Acaso lo que les reprochan no pasa sobre todo por el cuerpo, ignorando las subjetividades? Irrumpen con un amor que denuncia la idea de mismeidad: pertenecer al mismo sexo no es ser idénticos, la alteridad que permite el amor está en toda su intensidad. Pero sería tanto como reconocer que la alteridad está en todas partes: en la familia, entre compañeros de militancia, entre hablantes de la misma lengua. La alteridad está en el interior de cada uno, y la ética del deseo ( la que no daña a terceros) le mordisquea las tripas todos los días a “la ética de la voluntad”.
Venner, portador de una inquebrantable ley del padre, eligió morir ante el altar de La Madre, en un acto de profanación sellado con sangre: transgredió la prohibición del suicidio en un espacio emblemático para el catolicismo. ¿Cuál sería su inmenso reproche? ¿El horror ante lo que quizá consideró como la feminización de la ley, en el derecho de el matrimonio para todos? ¿La visión catastrófica de una Francia y una Europa desprovistas de lo que él consideraba sus atributos viriles? ¿Y/o la súbita lucidez de un estoico —los tiempos cambian— que se descubrió engañado a los 78 años?
Inquietaba a Venner: ¿Quién tiene el “derecho” de penetrar/ocupar a quién? (como metáfora de invasión, violencia y dominio) La penetración: etnias, lenguas, ideas que se suman y se confunden en un territorio abierto, igualitario, le resultaba violento.
Tan violento como el acto elegido: una pistola penetró su boca, una bala se derramó, hirviendo, hasta el fondo de su garganta. Sí, la penetración concebida como dominio, ocupación, carne arrancada a la subjetividad, resulta mortífera. En los países y en los cuerpos.
Maestra en estudios de lo femenino