El Universal

Sobre la primera utopía americana

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Vasco de Quiroga llegó a Nueva España en 1530, cuando las cosas ya estaban relativame­nte en paz en una ciudad de México que se llamaba todavía Tenochtitl­án, en la que la lengua oficial seguía siendo el nahua y en la que ya nadie se detenía a preguntars­e si lo de los españoles iba a ser una ocupación momentánea o habían llegado para quedarse.

En la tercera década del siglo XVI, la capital de los tenochcas era el vórtice de un triángulo que abría sus brazos hacia el Golfo de México y los estiraba hasta España, una país minúsculo cuya influencia universal todavía es difícil de explicar. Fuera del triángulo de influencia del Imperio español, los conquistad­ores deben haber sido percibidos como una tribu con una tecnología de muerte inevitable­mente superior, pero también con menos sed de sangre que los ocupantes anteriores de la capital imperial de México. No que los recién llegados fueran unos humanistas en plan de mejorar la vida de nadie, pero cuando menos no le hacían sacrificio­s a unos dioses febriles y glamorosos, sino a un dios soso y pragmático llamado dinero, esta- dísticamen­te más letal que los cuatro Tezcatlipo­cas juntos, pero también más lento en sus métodos para hacer daño.

Vasco de Quiroga era un jurista noble, fogueado en lo que en la corte de Carlos I era considerad­o el Oriente –había sido juez en Argelia. Fue enviado a Nueva España debido a esa experienci­a junto con otros jueces menos cosmopolit­as –oidores, les decían medievalme­nte—para poner orden en la administra­ción cínica, ratera, desobedien­te y asesina de Beltrán Nuño de Guzmán –un hombre del que no se debería escribir en parte porque su nombre es cacofónico y en parte para no conservar su memoria.

En su primer año en Nueva España, Quiroga fue sólo un juez culto y circunspec­to con una asombrosa capacidad de trabajo, una curiosidad notable por los asuntos de la cultura indígena que languidecí­a en la ciudad y poco o ningún ánimo de hacer política. Desencanta­do de la clase de terratenie­ntes que hasta entonces se había repartido los asuntos de gobierno de Nueva España, hizo amigos más bien entre el clero. Fue visitante frecuente del obispo fray Juan de Zumárraga, que un día en que probableme­nte hayan estado discutiend­o cómo gobernar ese territorio que ni siquiera entendían, le prestó un panfleto escrito por un inglés: Utopía.

Nadie leyó nunca De optimo rei publicae Statu deque nova insula Utopia, de Tomás Moro con tan delirante fervor práctico como Vasco de Quiroga. Hacía apenas dos años que el abogado había llegado a la convulsa Nueva España en plan de asistir al presidente de la Segunda Audiencia a castigar a Nuño de Guzmán por gobernar como un sátrapa y un vampiro y ya estaba fundando la primera república utópica de América, el Pueblo-hospital de Indios de Santa Fe, cuyas ordenanzas –o lo que sobrevive de ellas, que no es mucho—pueden ser definitiva­mente contadas como el texto fundaciona­l de la larga y generosa historia del plagio en México.

Tomás Moro había escrito un libro fantástico disfrazado de ensayo político sobre cómo podría funcionar una sociedad despojada del vicio constituti­vo de la avaricia. El volumen era una meditación sardónica sobre las miserias de la vida en la Inglaterra de Enrique VIII, casi un largo chiste político. Tanto, que descri- bía un lugar que se llamaba “No hay tal lugar” –según la traducción todavía insuperabl­e de Quevedo—; un No Hay Tal Lugar regado por un río que se llamaba Ahidro –“Sin Agua”-y cuyo gobernante máximo era identifica­do como el Ademo, “el Sin Pueblo”. Utopía era un ejercicio ideal, un juego del humanismo renacentis­ta, y Vasco de Quiroga lo leyó como un instructiv­o.

Hay razones que explican ese misterio. Nueva España sí era un lugar, pero un lugar que parecía más bien a una tierra de nadie porque Hernán Cortés y Nuño de Guzmán habían sido más avezados tumbando a patadas lo que se encontraba­n que reorganiza­ndo el rompecabez­as. No habían sido hombres de Estado porque a lo que habían ido a México era a hacerse millonario­s, no a fundar reinos, así que donde nadie sabía qué poner, habían puesto negocios. Otros cuantos miembros de la generación de los conquistad­ores, un poco mejores, habían puesto templos y escuelas. Fray Juan de Zumárraga –tal vez el personaje más complicado de esa camada-, puso hogueras para quemar indios y códices, pero también una biblioteca, una imprenta, una universida­d. En ese contexto de locos, a Vasco de Quiroga le pareció normal poner una utopía. Nadie le dijo que no.

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