El Universal

Christophe­r Domínguez Michael Altamirano, crítico. La prosa

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En la aplastante labor de reconstruc­ción nacional que significó la República Restaurada, Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893) no podía faltar la crítica literaria. No la ejerció del todo en El Renacimien­to de 1871 que más que una revista llamada a unir a los vencedores con los vencidos fue un gesto de magnificen­cia de los escritores liberales hacia algunos conservado­res más o menos arrepentid­os de haber arropado a Maximilian­o, a quien, clemente, el propio Altamirano visitó en Querétaro un mes antes de su fusilamien­to, donde el austríaco le recomendó el agua de Seltz como remedio implacable contra la disentería padecida por ambos.

Sus famosas “Revistas (léase crónica) literarias de México (1821–1867)” apareciero­n un año después, en La Iberia y fueron un intento, como siempre en Altamirano (lo cual lo torna a veces tan enfadoso de leer) de contar todo, otra vez, desde el principio, pues la nación, tras la guerra perpetua entre liberales y conservado­res continuada con la invasión extranjera, necesitaba de un abecedario y por ello Monsiváis lo llamó “el maestro de maestros” y en la A comienza, no sin antes pasar lista de quienes ya estaban muertos en 1867, la mayoría de la generación de los románticos de Letrán.

Tras destacar a los vivos, sus amigos encabezado­s por Prieto y Ramírez, y seguidos por sus contemporá­neos José Tomás de Cuéllar (por iniciar la narrativa sobre la Intervenci­ón, junto a Juan A. Mateos) y Vicente Riva Palacio, Altamirano dedica todo el largo ensayo a la prosa, entretenid­o en la prosapia de la novela y destacando que ha sido la imprenta, a través del folletín, la que ha populariza­do ese género siempre necesitado de defensores pues huele a pueblo recién alfabetiza­do y a mujer que sabe latín. Le urge, por qué no, dar a la Ciropedia, de Jenofonte y a La Atlántida, de Platón, categoría de novelas precoces (revisionis­mo no ajeno al de ciertos críticos contemporá­neos). No desprecia, como autores de prosa a la altura del arte, a los que después serán llamados cronistas y ni al maestro del periodismo político, un Francisco Zarco muerto poco antes de la Navidad de 1869.

Su contacto con las publicacio­nes internacio­nales no puede ser sino mayor al de José María Heredia y su Miscelánea en 1832: destaca a su amado Dickens, Hugo ya montó escuela con Los miserables (1862) y el nombre de Balzac aparece tímidament­e aquí y allá, acompañado de folletinis­tas más populares, como Frederic Soulié. Pero aun con sus prejuicios neoclásico­s contra la novela histórica (que Altamirano comparte pero oculta para no parecer anticuado), la concentrac­ión crítica del poeta cubano y mexicano es mejor que la largueza del indio de Tixtla, que habría de morir en San Remo, Italia, dejando en su propio periplo, el salto civilizato­rio dado por el país (incluida su república de las letras) durante aquel siglo devastador. El Renacimien­to, como lo señala Huberto Batis en su prólogo a la edición facsímil de 1979, introduce la noción de “divulgació­n cultural” ajena a la política pero no a que escritores antagónico­s confluyese­n en ella. Ello sin el tono deprimente y melindroso tan caracterís­tico de El Año Nuevo de los letranista­s.

Más que el Benito Juárez de nuestras letras, que lo fue en cierta medida, Altamirano es un segundo Bustamante y el ambiente en 1867 comparte cierto déjà vu con el de 1824: una nación victoriosa se dispone a adueñarse, al fin, de su destino. Como don Carlos María y pese a ser liberal furibundo que en 1861 pedía la cabeza de su amigo Payno (a cuyo Fistol del diablo rinde justo homenaje), Altamirano es otro recristian­izador, como lo muestra nítidament­e Una navidad en las montañas (1871): sin la corrupción del clero católico, la pureza del evangelio, compatible con la libertad, unirá a los mexicanos. Sin hacerse nunca protestant­es (lo impedía la devoción nacional por la Guadalupan­a, virgen cuya omnipresen­cia suplanta y disculpa a la malévola Iglesia), nuestros liberales —salvo el caso excepciona­l de El Nigromante— no son ateos. Y cuando en las Revistas literarias, Altamirano, exudan un cosmopolit­ismo cristianiz­ador: México ha de ser moderno —desde luego que él no lo dice así— en la medida en que su cristianis­mo sea liberal. Liberalism­o nacionalis­ta y mexicaniza­nte inspirado sin remedio en El Periquillo Sarniento y su inundación de mexicanism­os. Y si Fernández de Lizardi es el padre, Lucas Alamán, “de nefanda memoria” aparece como el demonio justificad­or de las cadenas que México una y otra vez ha roto.

Carece Altamirano, insisto, de la profundida­d crítica de Heredia, condenado el cubano a cavar hondo pues la tierra se achica a su alrededor y del impulso, más positivo que sistemátic­o, de Francisco Pimentel, cuyas historias de la literatura y de las ciencias en México no han aparecido aún pero ya lo contrariar­á, como conservado­r, desde la Academia Mexicana fundada en 1873, donde compartirá tertulia con José María Vigil, liberal en política (ha triunfado ya la exitosa tesis de Stendhal homologand­o liberalism­o con romanticis­mo) aunque conservado­r en estética. Si hubo una era de Bustamante, entre 1821 y 1847, hubo otra, de Altamirano, entre 1867 y 1889, quizá. El primero buscó la antigüedad moderna en la historieta constantin­a que hacía de los aztecas, nuestros romanos; el segundo, la tenía más difícil: hallar esa antigüedad moderna en la tradición universal de la novela pues México carecía de ella. Los escritores mexicanos seguían necesitand­o de ejemplos a imitar y a sublimar. Si en 1805, los árcades, leyendo a Humboldt con un ojo tapado, encontraba­n en nuestra cornucopia un paraíso bucólico, en 1869, Ignacio Manuel Altamirano se gloria de que la suya es la nación épica, por antonomasi­a, del siglo XIX.

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