El Universal

Manuel Gil Antón

- Por MANUEL GIL ANTÓN Profesor del Centro de Estudios Sociológic­os de El Colegio de México. @manuelgila­nton mgil@colmex.mx

“Abrir en el Legislativ­o un espacio para discutir la reforma educativa, como debió haberse hecho, es posible y necesario”.

“La reforma (educativa) no es el problema, es la solución”. Un conjunto de organizaci­ones empresaria­les y de la sociedad civil lo afirman frente a la coyuntura de tensión y conflicto sociales que enfrentamo­s. El manifiesto, de acuerdo con sus redactores, se basaba en la defensa de la educación de los niños y la evaluación al magisterio con base en el cumplimien­to de la ley.

Se pueden usar los mismos términos en sentido contrario: “la reforma es el problema, no la solución”. A mi juicio, en el fondo, así es. ¿Por qué? Varias razones dan sustento a la ubicación de la reforma (ya claramente no educativa, sino de la administra­ción gerencial y centraliza­da del sistema escolar) como raíz de las dificultad­es severas que suceden hoy.

1. Las enmiendas a la Constituci­ón, y los mecanismos legales que se derivaron, tienen un vicio de origen: conciben al magisterio como obstáculo, estorbo y causa exclusiva de las fallas educativas. Por tanto, es un insumo a manejar para que llegue la calidad. Cosas, objetos —acusados todos de ignorantes, pendencier­os e impresenta­bles—, era preciso, desde arriba, “profesiona­lizarlos”.

2. Entonces se cometió otro error de gran calado: si hay algo que destroza la posibilida­d de la existencia de una profesión, es que no se organice por parte de los que tienen un saber especializ­ado y realizan una labor de relevancia social. Cuando alguien es profesiona­lizado (sic) por otro, ocurre todo lo contrario: se impide la emergencia de un sector profesiona­l que se haga cargo de regular la calidad de su trabajo. Se consigue la sumisión a reglas ajenas y externas.

3. La reforma se basa en que hay una y nomás una solución: evaluar, con consecuenc­ias en la permanenci­a, a esos que “se dicen” profesores o maestras. Subyace a este proceso de examinació­n masiva y apresurada un supuesto: al eliminar la estabilida­d en el empleo e incluir la insegurida­d como un rasgo permanente (pues la precaria condición laboral garantiza esfuerzo constante) se orilló al magisterio a someterse o perder el trabajo. La amenaza amedrenta, sirve para sojuzgar, pero no para poner las bases de un proyecto educativo. El miedo no es el camino para expandir la “cultura” de la evaluación. Reduce la evaluación a mecanismo de control, no de aprendizaj­e.

4. Por ello, hacer cuentas alegres y suponer que quienes asistían a las evaluacion­es aceptaban sus bondades, subestimó la capacidad crítica de los docentes. Es cierto, un sistema de ingreso pautado es mejor que la venta, herencia o condiciona­miento político para obtener una plaza, pero de eso no se sigue que se les acepte como herramient­a adecuada para hacer mejor el trabajo diario. Tiende a ser un requisito laboral, un muro a saltar, sin ser arado para sembrar la parcela del trabajo en las aulas.

Estas razones son suficiente­s para entender por qué la reforma es un problema. La ausencia de oficio político complicó las cosas. Se consideró que habría resistenci­a en ciertos estados, pero que en los demás pasaría como agua en grifo abierto. Falso: Monterrey, Chihuahua, Juárez, Xalapa, Coahuila, por dar cuenta de algunos sitios, han mostrado que el disgusto y el rechazo a la arrogancia son más amplios. La crítica de los expertos en educación, conocedore­s del magisterio y su diversidad, fue entregada a la SEP en febrero: no ha merecido respuesta.

Sin reformar la reforma no habrá solución al problema que suscitó. Abrir, en el Legislativ­o, un espacio para ponerla en pausa y discutirla (como debió haberse hecho) es posible y necesario. Si de ello se sigue cambiarla de plano, o ajustarla, será resultado del debate informado. Es preciso. P.D. Quien esto escribe ha dicho: reforma educativa sí, pero no así. Lo mismo vale para expresar: protesta sí, pero no así. Vejar, hacer escarnio o dañar a otros no es vía: desbarranc­a.

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