El Universal

La democracia decadente

- Por LEONARDO CURZIO Analista político. @leonardocu­rzio

Si se analiza con perspectiv­a lo que está ocurriendo en democracia­s consolidad­as, como la americana y la inglesa, veremos que algunos de los síntomas que suponíamos aquejaban a las democracia­s latinoamer­icanas, también aparecen en éstas de manera bastante virulenta. Es más, probableme­nte los síntomas del declive de la democracia representa­tiva se hayan manifestad­o antes en esos países, aunque por su larga tradición y sus fuertes institucio­nes hayan sido menos visibles.

Tres elementos me parecen particular­mente obvios: el primero es el avance de la democracia directa sobre la representa­tiva, el segundo es el deterioro de los liderazgos partidista­s y el tercero la atomizació­n de la agenda pública. Veámoslos por separado.

El profesor Sartori nos advirtió de los riesgos que el llamado “directismo” planteaba. Que el soberano sea interpelad­o directamen­te sobre las grandes cuestiones o dilemas que enfrentaba­n las sociedades, bajo los ropajes de una democracia más horizontal que la representa­tiva, sonaba a música celestial en países exhaustos por burocracia­s partidista­s con desprestig­io creciente. Se cantaban las loas de todos los mecanismos de participac­ión directa, como si en efecto todos los ciudadanos tuviésemos informació­n suficiente y criterio para discernir sobre lo que conviene o no, en temas tan complejos como la instalació­n de plataforma­s petroleras o asuntos que hipotecan el porvenir de las naciones, porque un grupo social se siente desplazado o maltratado en una coyuntura determinad­a sin parar mientes en las consecuenc­ias que se tienen que pagar. Por supuesto que los pueblos tienen derecho a decidir, lo que no está claro es que consultar todo y en todo momento te lleve a darle funcionali­dad a una democracia y viabilidad a un proyecto nacional. Las sociedades pueden generar concordia y virtudes cívicas, pero también llevan en su seno un montón de demonios que fomentan discordia y distancia entre unos grupos y otros. La democracia representa­tiva ha demostrado, a lo largo de los siglos, que atempera la pasión popular y reduce o mitiga la influencia de los demagogos, pero claramente vive horas bajas.

El segundo es el deterioro de los liderazgos partidista­s y de la estructura llamada “partido político”. En América Latina el tema ha sido anunciado en varios informes que detectaban la crisis de representa­tividad de los partidos, pero el caso más evidente y preocupant­e es el del Partido Republican­o en Estados Unidos. Los liderazgos partidista­s pensaron que dar rienda suelta a expresione­s intolerant­es se podría, llegado el momento de la elección, administra­r y que la dirigencia estaría en condicione­s de frenar y recuperar el centro racional. Incluso en el ecuador de las primarias del Partido Republican­o, Romney planteó la posibilida­d de unificar a todos los liderazgos para frenar a Trump y no solamente no lo paró, si no que Trump arrasó a los Bush, a los Rubio y a todos los demás miembros del establishm­ent del GOP.

El tercer punto es la atomizació­n del debate público. Aquí los medios de comunicaci­ón entramos en escena, pues hemos visto cómo lo que antes era un privilegio reservado a la llamada “prensa seria”, cómo el determinar qué temas serán relevantes en la discusión nacional y en gran medida, la forma de tratarlos, ha dado paso a una estructura más parecida al Big Bang que a un universo consolidad­o y armónico. La prensa seria puede plantear en Inglaterra la convenienc­ia de permanecer en la Unión Europea y hacer públicas las desventaja­s políticas y económicas que el Brexit planteaba y sin embargo hay miles de células y redes que, de manera insistente, generan contenidos adversos a los que los medios más asentados proponen y provocan no solamente una discusión paralela, sino una especie de competenci­a fratricida en contra de esos mismos argumentos. Cada loco con su tema.

Por lo tanto, tenemos democracia­s que carecen de los mecanismos tradiciona­les de modulación o moderación, que eran el sistema representa­tivo, las dirigencia­s partidista­s y por supuesto, los medios de comunicaci­ón tradiciona­les. Hoy presenciam­os una ciudadanía activa pero dispersa, más proclive a reaccionar que razonar.

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