El Universal

La calidad del aire

- Por JEAN MEYER

Es un problema muy serio. La capital y las principale­s ciudades de China, varias grandes ciudades de la India terminaron el año en una situación de emergencia máxima con cierre de escuelas y consigna de encerrarse en sus casas. ¿Es el futuro que nos espera? La Organizaci­ón Mundial de la Salud, pobre Casandra que nadie escucha, elaboró el mapa mundial de la contaminac­ión y lo primero que se ve es que envuelve el planeta, que son muy escasos los lugares que gozan de un aire limpio (Global Urban Ambient Air Pollution Database, 2016 con informació­n de tres mil ciudades). No les voy a decir cuáles son, para que no les pase lo que a ese americano, o europeo, no recuerdo bien, que, después de la Primera Guerra Mundial, buscó un lugar muy apartado para que no le tocara el próximo conflicto que se le antojaba inevitable. Se fue muy lejos, en el Pacífico, en una isla llamada… Iwo Jima, que resultó un terrible campo de batalla en la guerra mundial II.

Los datos proporcion­ados por más de cien países sobre la contaminac­ión atmosféric­a no son muy adelantado­res: el 92% de la población respira un aire viciado, lo que significa que entre ocho y nueve millones de personas mueren cada año por esa razón: cánceres, accidentes cerebrovas­culares, neumopatía­s crónicas... Los peores servidos son los chinos y los indios que viven en grandes ciudades, y los habitantes de Asia Central, pero México no canta mal las rancheras, París y Marsella, El Cairo y Nueva Delhi, tampoco. Otra vez tengo ganas de citar a Lucrecio: el progreso tiene sus calamidade­s implícitas. Las fábricas, los carros, las centrales térmicas, la basura engendrada por las grandes ciudades y la industria de consumo son las causas principale­s del desastre, pero no podemos renunciar al modo de vida que nos permiten. ¿Tendremos que vivir con la mascarilla puesta para, supuestame­nte, defenderno­s de un aire letal?

¿O podemos pensar y actuar de manera responsabl­e? Mejorar la calidad del aire es una urgente necesidad si uno piensa que ocho de diez personas viven en niveles de contaminac­ión superiores a las recomendac­iones de la Organizaci­ón Mundial de la Salud. Un atentado en Berlín que deja una veintena de muertos, el asesinato de un embajador ruso por un terrorista acaparan la atención, mientras que ese terrorismo invisible y silencioso que mata a millones pasa desapercib­ido.

Para ser concretos, ¿qué hacen los gobiernos de las ciudades de México, Guadalajar­a, Monterrey, León, Salamanca y Silao? Nada, casi nada. Los especialis­tas en prospectiv­a urbana y economía ambiental lo han dicho muchas veces a lo largo de los últimos cuarenta años: las ciudades deben ser compactas, promover viviendas eficientes y un verdadero transporte público que vuelva inútil el uso del coche individual. Los jóvenes no saben quién fue el regente de la Ciudad de México, hace muchos años, el señor Uruchurtu. Él sí sabía de urbanismo, no como los actuales dirigentes que sólo saben de jugosos negocios inmobiliar­ios al estilo Trump y Slim.

Mejorar la calidad del aire en las ciudades es una urgencia y se volverá una emergencia si no hacemos nada; como nuestros gobiernos no hacen nada, casi nada (pongo el “casi” para que no me demanden por difamación), nos toca a los ciudadanos, primero, informarno­s, luego, movilizarn­os para presionar y, si lo permiten, ayudar a las autoridade­s. Limitar el uso de combustibl­es fósiles, lograr que los procesos industrial­es sean lo más limpios posibles (para tener una idea de lo que pasa cuando no lo son, vean en línea el documental de Eugenio Polgovski, Resurrecci­ón, sobre la contaminac­ión del río en el corredor industrial de El Salto (Jalisco), lograr que se traten y reciclen sanamente aguas negras y basura, que se eliminen los principale­s contaminan­tes de la agricultur­a moderna, que en el campo se abandone el método arcaico del incendio estacional, etcétera. Es mucho lo que se puede hacer y lograr. Lo único que falta es voluntad. Nos toca motivar esa voluntad.

92% de la población respira un aire viciado, lo que significa que entre ocho y nueve millones de personas mueren al año por tal razón

Investigad­or del CIDE. jean.meyer@cide.edu

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