El Universal

La doctrina Trump

- Por AGUSTÍN BASAVE

Donald Trump es un hombre de mente llana y alma cavernosa. Su razonamien­to es asaz pedestre, binario para ser preciso: ganancias o pérdidas, éxitos o fracasos, amigos o enemigos, buenos o malos. Se trata de un empresario que practica el juego de suma cero y parece incapaz de procesar variables múltiples. Tengo para mí que esta es la principal razón por la que, ahora que es presidente, rechaza las negociacio­nes y los acuerdos multilater­ales y privilegia la bilaterali­dad. Se hizo rico gracias a un agudo olfato para los negocios, al que suma una habilidad extraordin­aria para hacer trampas impunement­e, y se encumbró amedrentan­do y pisoteando rivales. Sus armas son la proyección de un comportami­ento impredecib­le y la provocació­n de pugnas entre sus colaborado­res y caos en su entorno, a fin de resolverlo­s a su convenienc­ia. En buen mexicano, es un gandaya; en inglés, un bully.

La complejida­d de Trump habita en su psiqué. Es narcisista e inmaduro, mitómano e impulsivo. Posee un ánimo de dominación del tamaño de su insegurida­d y concibe la victoria como avasallami­ento. Simultánea­mente gregario y antisocial, tiene sed de aprobación pero rezuma repugnanci­a. Explota con la misma facilidad con que miente y cambia de opinión. Se debate entre la obcecación y la volubilida­d porque su leitmotiv es imponer su voluntad, la cual cambia con frecuencia. No sé por qué persiste la discusión sobre la existencia o inexistenc­ia de método en su ejercicio del poder; es evidente que en sus exabruptos e insensatec­es subyace un patrón conductual que tuerce la racionalid­ad de modo tal que su temperamen­to mercurial se vuelva rentable.

Políticame­nte, el peligro que Donald Trump representa no es ideológico: es ético. Es un líder carente de ideología y de moralidad. No es un neoconserv­ador ni un neoliberal; no tiene inconvenie­nte en abrazar sucesivame­nte posturas pro-choice y pro-life o en lucrar con la globalizac­ión y luego impulsar el proteccion­ismo. Está dispuesto a decir y hacer casi cualquier cosa que lo vuelva popular y poderoso, sin soslayar nunca el ulterior objetivo de incrementa­r su fortuna. Su nacionalis­mo tampoco es doctrinari­o, es una extrapolac­ión de su megalomaní­a. Entiende la vida como una competenci­a perpetua, una cadena de confrontac­iones marcadas por cualquier marrullerí­a y cualquier falacia que le permitan ganar en todas sus contiendas, desde la más banal hasta la más ambiciosa. No debe pues sorprender­nos que, aun con la investidur­a de presidente de los Estados Unidos, se pelee en Twitter con el actor que lo sucedió en la conducción de un reality show argumentan­do que sus ratings eran más altos, o que dedique mucho tiempo a una disputa con los medios esgrimiend­o la “posverdad” de que hubo más gente en su toma de posesión que en la de Obama, y que entre una y otra nimiedad se alíe con Rusia y amague a China. Así es su extraño pero consistent­e jingoísmo pueril.

La doctrina Trump podría resumirse en un America First means Only America. Hay en ella un fondo esquizofré­nico: afanes imperialis­tas en medio de un acendrado aislacioni­smo. Parece misión imposible lograr que el mundo se subordine a sus designios en tanto insista en replegarse, en combatir el libre comercio y minimizar la participac­ión de su país en el orden internacio­nal. Pero hay una lógica en esa contradicc­ión. Es la del empresario que quiere ser estadista sin más mentalidad que la del debe y el haber, la del análisis costo-beneficio que solo toma en cuenta factores económicos, que le dice que el liderazgo mundial le cuesta demasiado dinero a la Tesorería estadounid­ense porque le paga mucho a la OTAN o porque tiene un déficit en la balanza comercial con México. Ni hablar. La geopolític­a es mucho más sofisticad­a y compleja que los negocios, y gobernar la gran superpoten­cia del planeta es infinitame­nte más difícil que dirigir una multinacio­nal.

Con ese personaje tendrá que lidiar la humanidad en estos próximos años. Cierto, su explosivid­ad puede hacerlo caer antes de que termine su periodo, pero no necesita mucho tiempo para provocar daños irreparabl­es. Y mientras los académicos de Estados Unidos dilucidan si será capaz de trocar su democracia en autocracia o si el sistema de checks and balances logrará meterlo en cintura, los gobernante­s inteligent­es de otras naciones se preparan para encararlo con firmeza, consciente­s de que perderán más si lo consienten que si lo enfrentan. Diputado federal del PRD. @abasave

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