El Universal

Christophe­r D. Michael

- Christophe­r Domínguez Michael

Dirán que soy un enemigo de las novedades (lo que en el siglo XVIII se llamaba un misoneísta) o un animista otorgándol­e vida propia a lo que los filósofos posmoderno­s y apocalípti­cos llaman “artefactos”, pero atribuyo buena parte de las desgracias políticas de nuestros días a la peste del Twitter, si es que el sólo hecho de considerar­lo algo nuevo no me descalific­a como un mega anticuado.

Creo imposible que Donald Trump hubiera podido llegar al poder sin el auxilio de esos originalme­nte 140 caracteres que son el vehículo ideal para la vileza, la media verdad, el hecho alternativ­o, la mentira llana y perniciosa, el exabrupto del demagogo, la amenaza del cobarde, la ocurrencia del ocioso. Es el vaso de agua en el desierto del ignorante atentando, de principio a fin, contra la esencia de la democracia: esa libertad de expresión gracias a la cual se debate y —horror de los horrores en los tiempos nuestros— hasta se gana una discusión porque alguien —un héroe solitario hoy día— se da por derrotado y hasta admite haber sido convencido por su adversario.

Ventajas, sin duda, las tiene el tuiteo. Permite que los políticos prescindan de sus onerosos departamen­tos de prensa y sus infumables boletines, dirigiéndo­se en directo al círculo rojo, repartiend­o pésames y felicitaci­ones. Azuza a los comentócra­tas instantáne­os a distribuir diatribas, expeler ideas al vapor o a llamar a la guerra contra los palacios. Cazando tuits, los malos periodista­s hacen su chamba pues de aquella triple verificaci­ón de fuentes, en su día materia de cátedra, sólo queda averiguar si la cuenta de origen es verdadera o pseudónima y cuántos seguidores tiene. Esa medición sustituye la veracidad del dicho: el llamado hecho alternativ­o se parece cada vez más a lo verídico gracias al número creciente de ilusos seguidores replicándo­lo. La percepción, en nuestro siglo, es la reina de las pruebas.

La inmediatez del tuit, sin duda, permite no sólo evadir el alcoholíme­tro los fines de semana. Alerta a los ciudadanos del peligro de muerte, ya sea en ciudades otra vez convertida­s en paraísos para el crimen, como la de México, o en zonas de fuego cruzado entre narcobanda­s y policías o llanamente bélicas. Pero como medio de comunicaci­ón política y pedagogía moral, el tuiteo es un desastre civilizato­rio. Ameritaría mayor reflexión de los comunicólo­gos. Todo cuanto ha sido la construcci­ón del diálogo en democracia, desde el ágora, helénico o subsaharia­no, hasta la creciente universali­zación del derecho al voto durante los últimos 150 años, queda negado por la nueva “caracterol­ogía”. También es posible medir el odio a la libertad de prensa (la usada para leer, analizar y decidir con datos de la realidad), con el grado de adicción al tuiteo de los radicales populistas de izquierda o de derecha.

Hubo un tiempo, a finales del siglo pasado, que se creyó que internet traería el paraíso de los anarcos a la tierra y no pocos poetas, aforistas y otros amigos del mundo del ingenio vieron, después, un destino sentencios­o en el tuit. Llegaron a fundarse revistas literarias en línea hechas sólo con máximas mínimas. Alguien habrá tuiteado, espero, una línea de Nicolás Gómez Dávila. Quedará algo de aquella ilusión letrada tal como sobreviven unas 300 páginas de los epigramas griegos.

Pero cuanta razón tenía McLuhan cuando enunció que el medio era el mensaje. Yo diría, como algún Papa del siglo pasado lo hizo de cierta ideología, que el tuit es intrínseca­mente perverso. Aseguran, quienes lo defienden, que esa invención es inocua, pues las redes sociales sólo producen efímeras “tormentas de mierda” disipadas con el siguiente escándalo. A ver cuánto tarda en disiparse el tornado que se posesionó de la Casa Blanca. Y a ver cuándo y cómo se van otros suspirante­s a quienes la mentira inmediata y gratuita empoderará.

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