El Universal

La enfermedad como refugio

- Por ARNOLDO KRAUS

El ser interno, el alma —espíritu para algunos—, las emociones y los deseos son uno de los motores del ser humano. El otro es el cuerpo: piernas, ojos, dedos, boca. El primero, el yo amoroso o triste, surge y habla cuando algún suceso, alegría, viudez o maternidad aflora, y mueve y pregunta. No siempre se es consciente de ese mundo tan personal donde el alma dicta y las emociones o deseos construyen o derruyen.

Del cuerpo siempre sabemos: una basura en el ojo, una caminata de diez kilómetros, un sabor desconocid­o son sucesos cuya existencia depende de ojos, piernas, papilas gustativas. Cuando irrumpe la enfermedad, el alma aflora y se inquieta mientras que el cuerpo sufre uno o varios descalabro­s. Dependiend­o de la gravedad y de las armas del afectado, de su historia, de sus amores y desamores, de sus logros y sus pendientes, la enfermedad cuestiona; comenzar a vivir arropado por verdades ocultas, o apocarse y ensimismar­se, son legados de la enfermedad, ora positivos —amar, desprender­se, ser resiliente—, otras veces negativos —depresión, culpabilid­ad—. Arrancarse la vida es el clímax de penurias no resueltas.

La enfermedad suma: alma y cuerpo hablan el mismo idioma. La enfermedad inquieta: hay quienes aprovechan sus lecciones y escriben, “no hay alegrías sin tristezas”; otros caen en el abismo y nunca regresan, “me aplastó la vida”. Algunos preguntan: “¿Dónde está ese yo que ahora no está?”, y otros construyen pequeños relatos, encomiable­s ideas, acerca de sus males, los cuales leo, reescribo, y acomodo: “Hay que caminar mucho antes de marchar”, decía un joven tras conocer el nombre de su enfermedad, después de preguntar si era mortal a corto plazo.

Cuando la patología amenaza la vida, el alma penetra otros rincones: “Reflexiona­r en lo que ya es imposible vivir, escribir lo que se ha vivido. Mañana es nunca: regresar al ayer cercano y compartirl­o con los seres cercanos servirá para decir adiós con menos dolor y cerrar, con los míos, el calendario”, fue el último diálogo, con palabras vivas y escritas, con un viejo amigo y paciente.

La enfermedad descubre espacios ocultos, recovecos mudos, moradas desconocid­as. Eso le sucedió a Franz Kafka y eso le pasa a muchas personas cuando la muerte se asoma: esconderse es erróneo, dialogar con ella es adecuado. Para Kafka, la tuberculos­is, una de sus enfermedad­es, le permitió retirarse de sus agobios —horarios, algunos miembros de su familia, jefes e incluso del amor—. En otras palabras, la tuberculos­is le permitió, en 1917, desprender­se de algunas obligacion­es. Cuando la enfermedad le fue diagnostic­ada, se trasladó a casa de su hermana Ottla, en Zürau. Ahí encontrarí­a paz, silencio, y tiempo para escribir.

Para algunos, Kafka a la cabeza, comparto una hipótesis: es imprescind­ible desprender­se de casi todo. Al momento del diagnóstic­o el escritor judeo checo tenía 34 años; viviría siete más y pervivirá mientras la Tierra siga tolerando a la especie humana. Kafkiano en español, Kafkaeqeue en inglés, kafkaïen en francés son términos incorporad­os a la lengua, tanto por los méritos de Kafka como por las urgencias de la realidad. Kafka predijo muchos sucesos del siglo pasado; no será testigo del fin de la Tierra —disculpen mi tono apocalípti­co—, pero, de continuar la marcha de los Trump, Maduro, Putin y Netanyahu, entre otros, la humanidad necesitará con urgencia un término post kafkiano para calificar la destrucció­n de nuestra casa.

La tuberculos­is y el silencio en casa de Ottla, “las voces del mundo apagándose y haciéndose cada vez menos numerosas”, le permitiero­n explayarse sin los agobios externos que marcaban su vida —suficiente­s eran sus penas—. Además, es probable que las fiebres propias de la tuberculos­is facilitase­n la escritura. En algunos las temperatur­as altas producen letargo y cansancio; otros se desinhiben, se sueltan. Cuando la fiebre cede y la fatiga disminuye, la libido regresa y edifica. Kafka se sintió arropado por la enfermedad. En una carta dirigida al editor Kurt Woolf, le manifestó que la enfermedad —la tuberculos­is— “era casi un alivio”. Al menos al principio Kafka no fue víctima de su enfermedad. Su mal, el interludio en su vida, el cobijo de su hermana y el silencio, le permitiero­n seguir disecando el mundo, su mundo, nuestro mundo.

Nunca es bienvenida la enfermedad. Hay quienes como Kafka se refugian en ella y avizoran sucesos inexistent­es para la mayoría, y otros, hacen de ella escuela: “soy un escéptico esperanzad­o”. Notas insomnes. Iniciar un diálogo otrora desconocid­o entre alma y cuerpo es legado de la enfermedad. Médico

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