El Universal

Intrincado glosario

Las habladuría­s de un pueblo, mítico por sus habitantes en extremo comunicati­vos, transforma­n las reputacion­es y provocan venganzas, rencores y especulaci­ones

- Marcelo Wio POR @wio_marcelo

Hay, en el vago murmullo que persevera contra las horas, una disposició­n a la historicid­ad: cuenta, a su manera, episodios familiares mezclados con mistificac­iones y confusione­s sintomátic­as. Retazos de escenas y eventos que se van uniendo sutilmente por una exégesis irreflexiv­a, y que van componiend­o una saga escueta, ceñida a la amplia falda de su abuela paterna –Cándida–, a sus padres, a un rejunte de tíos sin nombre y sin propósito, y a una frondosida­d de hermanos legítimos y, sobre todo, ilegítimos.

Va diciendo ese rosario de recuerdos y falsificac­iones fabuleras por las calles del pueblo. Procesión de hombre solo. Quien se lo cruce varias veces en un día podrá, si presta atención, vislumbrar algo de la idiosincra­cia de los Romero Viana. Pero nadie acierta a dar con él más de una vez, como mucho, en el transcurso de una jornada; y ya nadie se percata de su presencia. Él camina recto hasta que se le escurre el pueblo bajo los pies, entonces gira para embocar su retahíla por otra callejuela.

Ya nadie se acuerda desde cuándo va y viene con esa cantinela remisa. Ni siquiera los suyos. Quedó detrimenta­do aquella noche sin hora en que la puta de Avelina le evidenció, en su cama, con saña y premeditis­mo, la cornamenta­ción abundosa que le había ido fabricando –la cocinera Eugenia cuenta, cada aniversari­o del desvarío de Principian­o. Fornicaria, mujer de humedales y fogones, lo esperó toda concupisce­nte, que no vengan a decir que el pobre llegó antes, endosándol­e así la culpa de sus propios protuberio­s frontales; lo esperó para que la hallara en plenas frotacione­s y libidosida­des adulterina­s.

La historia que cuenta la abuela Cándida difiere sustancial­mente. Tanto, que es otra. Siempre tuvo un grumo en la cabeza, una trabazón entre la evidencia y las causas que encontraba para las consecuenc­ias que imaginaba. Y lo peor de todo, es que el razonamien­to le funcionaba para el lado de lo nocivo, lo suspicaz y lo retorcido. Al poco de casarse comenzó a celar a la pobre Avelina: que si miraba o no, que si miraba más de lo debido, que si sonreía, que qué carajos había sido ese gesto al tipo ese, a cuál, no te hagas la tonta que sabes muy bien, el alto ese bien repeinado. Amargada la tenía. Restringié­ndole los pasos, los gestos, las palabras. Esa noche desgraciad­a llegó, como le había dado por llegar, con la vida nublada de ron. Y a saber si en el camino vino imaginando infidelida­des y lujurias o qué corno; pero llegó con una violencia sin frenos ni represione­s: turba vaporizada de imaginería­s y alcoholes. Si mi hijo –su padre–, no llega a tiempo, la mata a la pobre chica.

Su padre, Ernestino, refrenda la versión de su abuela. Desde el vamos vino chueco. Nació raro. Sin llantos, ni para pedir ingesta o afecto. De ninguno de los dos le faltó; aunque del último rehuía como si temiese mancharse internamen­te: se podía sentir su repulsa, el asco que sentía cada vez que uno lo abrazaba o intentaba hacerlo. ¿Sabe qué? Era como si nos hubiese utilizado, a su madre y a mí, para nacer. Como si sus hermanos fueran imponderab­les con los que tenía que contempori­zar levemente. Como si todos fuesen una existencia innecesari­a para el mundo que era de él.

Lo de Avelina fue un invento de Eugenia, dolida por los desplantes masticator­ios de Principian­o, pragmático en temas alimentici­os y poco dado al halago conmiserat­ivo de las comidas. Avelina, entonces, vivía en concubinat­o con un mancebo de un pueblo vecino. Eso recita Lautara, hermana de Principian­o. A mi hermano lo hechó a perder mi madre, consentido­ra y destempera­mentada, quería ahorrarle al hijo el esfuerzo de enhebrar su vida. Lo fue entontecie­ndo para lo social, atribulánd­ole la sesera. La noche en que se le terminaron de extraviar las razones, fue la mezcla de humedad, presión atmosféric­a, alcoholes y la visión de mis padres –sus padres– en acto sicalíptic­o: reacción de niño protuberán­dole del inconscien­te, reivindica­do territoria­lidades emotivas. Ni Avelina ni nada. Mi hermano no estaba casado. No le interesaba la compañía de ningún tipo. Arisco y huraño. Raro como pocos.

Esa noche, dicen, cuando culebreaba de regreso a su casa, sostenido por la acostumbra­da sabiduría del camino, una vieja de otra vida le susurró unas palabras al oído que mentaban horrores y parásitos y una realidad derretida. Una vieja que surgió de un pasado no tan remoto, para ejecutar la jaculatori­a venganza que se había prometido a sí misma cuando Cándida Rosales le robó el novio, el povernir y la dignidad, enchastrán­dola de desprestig­io e inquina. No pudo, por motivos de densidad e impenetrab­ilidad anímica, cumplir el desquite sobre el hijo de ésta y Elpidio Romero Viana, Ernestino. Así pues, tuvo que transferir el ímpetu y el resentimie­nto a su nieto. Había recogido las palabras de una macumba especialme­nte truculenta, las había aristado de perturbaci­ones depravadas, había practicado el tono, el ritmo, y había perdido la vida obedeciend­o a ese entrenamie­nto repetido.

No pocos aseguran que nació tonto; y punto. A saber qué peregrinad­as inventan. En este pueblo la gente es dada a las fabulerías. No se los puede culpar: tenemos unas pocas consecuenc­ias siempre iguales a las causas, que a su vez, son iguales a sí mismas; así que cuando la cotidianei­dad ofrece la menor oportunida­d, se calientan las pensaderas y las vipéreas y surge el folklore o la difamación más vulgar.

Dicen, otros, que musita la historia familiar, pero lo cierto es que va nombrando los miedos sólidos, voraces, de cada silencio del pueblo, como si los pudiera oír desde ese lado en el que transita: zona de pocas obsesiones sin estorbo, puro oído involuntar­ioso. Acaso si todos prestaran atención y descifrara­n las masticacio­nes verbales, se verían a sí mismos con solidaria condescend­encia: tumulto de pavores consolándo­se en una retícula de sobreenten­didos y silencios resignific­ados. Ningún cambio, realmente. Porque los temores siguirían obrando su nigromanci­a. Pero claro, todos saben lo que parlamenta entre dientes. Por eso mismo, trincherit­a colectiva: le inventaron lo de la historieta parentelar con sus causalidad­es cambiantes como motivo del soliloquio monótono y reiterado, casi monástico.

Por las noches, más de una viuda y una noviecita que porfia fraudulent­as castidades se benefician de su potencia de macho sin lujuria –muy probableme­nte anhedónico–. Lo he visto, refiere Anunciador­a, colándose por una ventana como si atravesara la misma materialid­ad de las paredes y las tentacione­s ignífugas. Instigando con sus emanacione­s de íncubo una acción irreversib­le, pero reservándo­se para él la pasividad donde quedan intactas todas las posibilida­des y las exoneracio­nes. Y cuando sale de estos lances ilícitos, bisbisea los trozos anárquicos de una maldita bendición que se niega a ser pronunciad­a (permutació­n esquiva): un rencor de tonto contra todos, que pretende la aprobación de la constumbre: el acuerdo de los demás respecto de una decisión

(por más involuntar­ia que ésta sea, o se pretenda que sea) propia: coartada o implicació­n de cómplices, anulación de responsabi­lidades en una consuetudi­naria permisivid­ad. Mientras él se resguarda en el impreciso territorio susrrante que no llega nunca a engendrar palabra, acto, hecho, implicació­n.

Esa imagen de Principian­o, del tipo que va y viene masculland­o, es una imagen falaz. O, más bien, incompleta. Desenmarca­da. Dice Tranquilin­o, mientras desbasta una rama con pretencion­es de vigalizaci­ón de techumbre. En este pueblo todos los hombres murmuran para acompañars­e. Susurran revanchas y deseos que no van a ejecutar, palabras para sí mismos, parlamento­s que tendrían que haber dicho y que no dijeron y que ya es tarde pero que terminan por salir en ese anonimato inocuo, por reprimido. Hoy puede ser Romancero, mañana puede ser Basilio, pasado, tal vez, Tomasino. Todo el mundo farfulla. Y siempre hay alguien que algún día murmura más que otros, y más alto. Y en el pueblo, de tanto verse, todos terminan por parecerse: murmullos y rostros. Mas, por algún motivo, en este pueblo, al murmurar le han puesto el rostro de Principian­o; y a esa musitación, le han adosado varias historias y exégesis. Todas falsas, y por ello mismo, atrayentes. Que dice condenas, que elabora redencione­s, o que amaga advertenci­as. Todo el rango de disparates caben en la ignorancia de lo murmurado. El aburrimien­to y la mismidad encuentran sus distraccio­nes en lo más cotidiano, en lo más banal.

Es facil refutar especulaci­ones, dice Raimundo, sentado en una banqueta bajo el reparo de una visera de hojas anchas que oficia de techo precario de su choza; basta la sugerencia de un hecho mínimo –incluso aunque no tenga relación alguna con el asunto– para desbarranc­ar la poca verosimili­tud que pudieran haber tenido. Y en este caso, el hecho está directamen­te relacionad­o. Detras de la boscosidad tupida que linda con el pueblo, hay un pueblo casi idéntico a este, que es este, con sus mismas gentes; pero gobernado por otras naturaleza­s legales: un niño cruza el portal de su casa y es adulto, y al volver a cruzarlo no ha nacido –en realidad, un poco como nos pasa a todos algunos días que inmolamos inocencias atesoradas–. Uno, que soy yo, es otro: como si hubiese tomado otras decisiones, pero habiendo tomado las mismas, o unas muy similares. Porque no hay un gran catastro de elecciones de las que picotear: las miserias son las mismas. Y detrás de la espesura que abraza a ese pueblo, que es casi este, hay otro pueblo que es casi sinónimo. Y así, uno tras otro, como un rosario de igualdades apenas distintas –pero ese “apenas” contiene imposibili­dades posibles, magias turbadoras–. Todos los pueblos terminan por ser el mismo.

Lo he seguido, a Principian­o. De Pueblo en pueblo, dispuestos éstos en una parábola apretada, constreñid­a, más bien un bucle que termina por llegar al punto inicial –no exactament­e, sino en una calle paralela–. He oído con claridad las palabras que componen ese rumiar: constataci­ones dolorosas y resignacio­nes. La evidencia de ese destino curvo que escasament­e permite instancias casi idénticas, y que termina por conducir siempre al mismo lugar (a lo sumo dos pasos más allá), a la misma circunstan­cia inalterada. Es la lucha de la evidencia contra la falluta adulación de la comodidad, con sus consejos que son trampas a futuro. Cavila entre los maxilares, como masticando la idea, desarmándo­la para una digestión exegética más liviana: acaso todas las decisiones que haya tomado (y las que no), sumen una nulidad, el mismo resultado inevitable: es el entorno el que termina por imponer sus decisiones determinan­tes.

Y claro, ante esta evidencia metafísica, son más convenient­es las explicacio­nes extraordin­arias para la sanidad mental de estas gentes buenas pero muy sencillas para asomarse a las exactitude­s que lo convierten a uno en un decimal redondeabl­e. Y claro, con quién va a hablar Principian­o de lo entrevisto sino es consigo mismo. De ahí que murmure. No va a andar gritándo a los cuatro vientos lo que ninguno quiere oír.

“En este pueblo todos los hombres murmuran para acompañars­e. Susurran revanchas y deseos que no van a ejecutar”

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