Gustavo Arango
Cincuenta años después de su publicación en Buenos Aires, Cien años de soledad sigue siendo un fenómeno literario y editorial único de Latinoamérica. Las cartas entre García Márquez y Carlos Fuentes nos ofrecen una perspectiva privilegiada sobre su gestac
“El verbo ha encarnado”, Correspondencia entre Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes
Las novelas se terminan de escribir muchas veces. Cuando su autor siente que materializó la idea que lo poseía, la sensación es de euforia. Le falta corregir, averiguar detalles, hacerse dueño de imágenes y frases, pero ya no hay temor de que la obra nunca exista. Cuando de verdad termina, y entrega su novela al editor, lo que siente es vacío y levedad. El 30 de julio de 1966, Gabriel García Márquez sentía que había terminado de escribir la novela para la que su vida fue una larga y paciente preparación. Vivía en la Ciudad de México y quiso compartir su alegría con su amigo, Carlos Fuentes, quien estaba en París.
“He aquí la noticia: se acabó Cien años de soledad. Pera saca los primeros capítulos, mientras yo pulo los últimos, con unas dificultades de información más o menos tremendas: hoy necesito saber cuáles eran los métodos medievales de matar cucarachas y cuánto pesaban 7.214 doblones de a cuadro, encontrar alguien que me traduzca un diálogo al papiamento y una veinte exquisiteces más, pero ya estoy del otro lado. En la drástica reducción final quedó reducida a 550 cuartillas, pero mi ilusión es que agarren y tengan que ser leídas de una sola sentada. Siento que me quedó mejor de lo que yo esperaba, y que en ningún momento decae gravemente, y se sostiene el interés, el estilo torrencial y el disparatorio de la vida cotidiana en el Caribe. En agosto la mando a Sudamericana, que le prepara gran lanzamiento. Tiemblo de miedo, y espero ver qué pasa”.
Cincuenta años después de su publicación en Buenos Aires, Cien años de soledad sigue siendo un fenómeno literario y editorial único en Latinoamérica. Son materia de leyenda las circunstancias que rodearon su escritura, así como su éxito inmediato y desaforado. Todo lector fiel de Gabo conoce la historia del viaje a Acapulco en el que tuvo claridad sobre el tono que debía darle a su novela (la misma impavidez con que su abuela le contaba, cuando era niño, historias increíbles). Es parte de la leyenda el encierro obsesivo durante dieciocho meses y las estrecheces familiares que Mercedes, su esposa, enfrentó con estoicismo. Es muy conocida la historia de lo ocurrido en la oficina de correos, cuando el dinero no alcanzó para enviar la novela completa, y las palabras de Mercedes cuando por fin quedaron en la ruina y con las manos vacías: “Ahora sólo falta que la hijueputa novela sea mala”.
En mayo de 2014, a los dos años de la muerte de Carlos Fuentes y sólo un mes después de la muerte de García Márquez, la sección de manuscritos de la Biblioteca Firestone, en la Universidad de Princeton, levantó la restricción que existía sobre la correspondencia entre Fuentes y García Márquez. Buena parte de esas cartas corresponden a los años de escritura y proyección inicial de Cien años de soledad (1965-1969), y ofrecen una privilegiada perspectiva sobre la gestación del “Quijote latinoamericano”, como la llamaría Fuentes, y sobre su impacto inicial. Justo un año después de aquella carta de julio del 66, Cien años de soledad se extendería como reguero de pólvora por el mundo hispánico, y empezaría a abrirse paso en Francia y Estados Unidos, cambiando para siempre la literatura latinoamericana y la vida de su autor.
“Esto se volvió un chorro, magister”
“No se me ocurre un modo mejor de celebrar la primera mitad terminada de mi novela”, escribió García Márquez el 30 de octubre de 1965, “que contestando tu carta de Nueva York. Empiezo por decir que eres un malvado, por encontrarte en Roma en este sábado sombrío, pero con un poco de egoísmo te lo agradezco, porque ya no tengo a quien visitar y el té dominical lo dedico a escribir. Hasta encontré el título de la novela: Cien años de soledad. Cómo te suena?”
Cuando leemos un libro, raras veces pensamos en el confuso –y a veces desalentador– proceso de gestación. Ignoramos las preocupaciones cotidianas del autor, las incertidumbres que ocupan sus días, los otros proyectos que se le atraviesan en el camino. En esa misma carta, un año antes de terminar Cien años de soledad, García Márquez habla de otra historia que empieza a obsesionarlo.
“Esto se volvió un chorro, magister: encontré al fin la solución del dictador, con el título que ya conoces: El otoño del patriarca. Recuerdas que mi problema era dar con el contexto socio-histórico-económico, político? Qué tontería. La otra noche, recordando el juicio de Sosa Blanco, encontré la clave: la novela debe ser el monólogo del dictador, decrépito, despistado, sordo, y ya casi completamente gagá, tratando de justificar sus actos durante 92 años en el poder, ante un tribunal popular que lo juzga en el estadio de béisbol. Todo en primera persona con las palabras del viejo, con sus errores, sus lagunas mentales, sus tautologías, idiotismos, ingenuidades, etc. Ha sido una solución tan explosiva, que la puedo tener lista en seis meses, y ahora sí sería fácil la dimensión poética que tan difícil –o imposible– me resultaba del otro modo. Tú que me conoces, te imaginarás lo contento –e insoportable–que estoy con este hallazgo”.
Lo cotidiano le disputa la atención que quiere darle a su novela. “Yo veía ya el cine desde un punto muy lejano, hasta que Mercedes, muy compungida, me informó que al cabo de 400 cuartillas estábamos debiendo 21 mil pesos”. Decidió que trabajaría medio tiempo en su novela y el resto lo ocuparía en escribir el guion de una película de Arturo Ripstein, Patsy on the rocks, “o la vida licenciosa del joven escritor gótico Carlos Fuentes”.
“Master: Es importante que escribas con mucha frecuencia”, dice su carta del 25 de diciembre de 1965. “El otro día estábamos en el jardín, viéndolo todo negro, cuando llegó tu carta atiborrada de buenas noticias. Luego, analizándolas, nos dimos cuenta de que ninguna de esas noticias resolvía nuestros problemas pero tenían en cambio la virtud de hacerlos olvidar. En los días malos, Mercedes dice: ‘Qué bueno que escribiera Carlos’”. Agrega en la carta que la novela avanza “a paso de tortuga” y que espera terminarla en mayo.
Las cartas que le dirige a Fuentes le sirven para aclarar ideas. Dice que, apenas termine, espera “entrarle enseguida a El otoño del patriarca”. Dice que, además, tiene “ya anotados unos cien cuentos muy cortos, muy sencillos, muy cosmopolitas, que quiero empezar a trabajar cuanto antes. Esta literatura es una mierda: te abandona cinco años y después te atropella exigiéndote cosas que están por encima de las posibilidades por cuestiones de tiempo”. Escribe que está “cada día más enconchado”, y se despide con “un gran abrazo de sus huérfanos dominicales”.
“Trabajo como un burro”, escribe en febrero de 1966. “La novela avanza, pero se hace cada vez más larga”. Cuenta que “Mercedes descubrió que el dinero rinde más cuando lo esconde entre las páginas de La región más transparente”.
El 21 de mayo de 1966 reflexiona sobre su novela y sobre la literatura latinoamericana. Ya entonces es clara su intención de que “la mafia”, como llama al grupo en el que incluye a Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y otros pocos, produzca un impacto a nivel continental.
“Se necesita alguien, que no sea ninguno de nosotros, para que diga las cosas como son. La verdad, mi querido Carlos, es que nuestros antecesores no hicieron sino sembrarnos escollos en el camino, y nosotros enfrentamos el problema de descuajar la enmarañada selva de falsedades, que ellos inventaron, para después explorar la selva original. Hasta la retórica, que era su fuerte, la usaron tan espantosamente mal y la dejaron tan manoseada que, ahora que la necesitamos para las buenas finalidades, está infestada de trampas peligrosas. No sólo hemos partido de cero sino de más atrás y, si a pesar de eso estamos avanzando, es algo que merece ser reconocido con cojones y no con gacetillas de compromiso. Como siempre, los observadores de nuestra vida cultural están esperando que sus realidades se las manden a decir de Europa”.
Carlos Fuentes había respondido con entusiasmo a la lectura de unos capítulos. “Lo que me decías en tu carta me ha llenado de alborozo”, escribe Gabo. “Llegó en un momento oportuno, en uno de esos días negros en que me pregunto si no estaré chapaleando en un pantano de mierda. Es lógico: nunca he trabajado tan solo, no tengo puntos de referencia, salvo, quizás, a veces, Rabelais, y sufro como un condenado no sólo tratando de meter en cintura a la retórica, sino buscando a cada paso los límites y las leyes de la arbitrariedad, tratando de sorprender la poesía en un momento de descuido –y no en plena efervescencia como la buscan los poetas–y peleándome en fin para que vuelvan a tener sentido las palabras que de tanto ser mal usadas ya no significan nada. Estoy doblando el cabo final, sintiendo que ya casi le doy, y todavía me faltan como cuatrocientas páginas. Todo esto, por supuesto, con el problema de siempre: al darle a la novela la prioridad que merece, descuido el pan de cada día, y aquí estamos otra vez viviendo de milagro, mientras los productos revientan el teléfono para que les escriba chorros, lo peor es que ya nada me sabe a nada, sólo la novela, y no soy capaz de escribir una letra que no sea para ella. Cuando pienso que este es nuestro problema más grave, y que tampoco el socialismo ha podido resolverlo, me pregunto qué hacemos los escritores pobres en este cabrón mundo”.
En mayo de 1966, empieza a pensar en la vida después de su novela. Considera una oferta, “sólo que muy estrecha de dinero”, para irse a Roma. “Como me dan los pasajes para toda la familia, estoy tentado a aceptarla por uno o dos años, pensando que si aquí voy a vivir con las mismas estrecheces, es mejor sobrellevarlas en Roma. (…) No salgo a ninguna parte, me pudro en mi salsa, le soy fiel a Mercedes como un perro, y ella está que se revienta de aburridora domesticidad. La perspectiva de Roma, por consiguiente, brilla en el horizonte”.