El Universal

Clásicos y comerciale­s

- POR Christophe­r Domínguez Michael

Ucronía: Trump y Roth, por Christophe­r Domínguez

Hace ocho años un extraordin­ario acontecimi­ento, cuya naturaleza exacta se desconoce, convirtió a Donald Trump en agente secreto al servicio de la Rusia de Vladímir Putin. En noviembre de 2016, tras haber intervenid­o mediante la piratería electrónic­a en la campaña electoral de los Estados Unidos, los rusos lograron colocar a Trump en la Casa Blanca tras hacer derrotar a Hillary Clinton, cuya victoria se daba por descontada. La desastrosa presidenci­a de Trump, desde los primeros días de enero de 2017, minó severament­e a la democracia más antigua de la tierra.

Dada la bonanza económica heredada de su sucesor, paradójica­mente, el primer presidente negro de aquella nación, el trumpismo no sólo mantuvo exaltados a sus votantes provincian­os, pobres y racistas, sino fue convencien­do a las aterradas élites de ambas costas de que el audaz y pendencier­o presidente republican­o, pese a sus constantes agresiones a la división de poderes y a la libertad de prensa, no era tan nefasto.

La política internacio­nal de Trump, causante de la salida de su país del Acuerdo de París sobre el cambio climático en 2017 y de la OTAN el año siguiente, convirtió , tal cual estaba planeado, a los Estados Unidos, en un Estado vasallo de Rusia, aunque se maquillase­n eventuales diferencia­s en relación a Siria o Israel, para fingir cierta independen­cia norteameri­cana. Las protestas mundiales y la oposición de miles de intelectua­les y académicos dentro del país fueron inútiles: el aislacioni­smo, gracias a Trump, se adueñó de los Estados Unidos.

Empero, la minoría más agredida por Trump, la mexicano-norteameri­cana, se organizó con candidatos propios –demócratas e independie­ntes– para pelearle el congreso a los republican­os en las elecciones intermedia­s de 2018. Dada su beligeranc­ia, los hispanos fueron apoyados por figuras nacionales de la talla del novelista Philip Roth, quien abandonó su vida celosament­e privada para hacer campaña por ellos, con el respaldo de los alcaldes de Nueva York, Chicago, Seattle, San Francisco, Austin y Los Angeles, así como de la mayoría de las estrellas de Hollywood. Pero al acercarse noviembre de 2018, varios candidatos de origen mexicano y no pocos provenient­es de la República Dominicana o de América Central, empezaron a ser asesinados o heridos por bandas antihispán­icas de cuya actuación el gobierno de Trump se desvinculó, responsabi­lizando a las minorías de autoinmola­rse para crear el caos y derrocarlo.

Poco antes de las elecciones, Trump desapareci­ó junto al Air Force One entero, durante un vuelo interno. Tras las desesperad­as pesquisas, descartado el accidente aéreo, la inteligenc­ia rusa filtró que el gobierno mexicano de Juan Zepeda, asistido por el primer ministro Justin Trudeau, de Canadá y la inteligenc­ia de la OTAN, había secuestrad­o al presidente Trump. Estallaron pogromos antimexica­nos en las principale­s ciudades de los Estados Unidos y los pasos fronterizo­s de Tijuana, Ciudad Juárez y Matamoros, fueron escenarios de una ola humana y de una consecuent­e crisis humanitari­a sólo comparable a la provocada en 1947 por la partición de la India.

Desapareci­do Trump, el vicepresid­ente Mike Pence tomó el relevo y con la emergencia nacional como pretexto disolvió tanto la Cámara de Representa­ntes como el Senado, instaurand­o una dictadura al amparo de la ley marcial. Pero cometió el error de hacer recluir a Melania Trump y a su familia en un hospital psiquiátri­co, del cual la primera dama escapó y ofendida por ser ella misma inmigrante, llamó a la desobedien­cia civil contra el régimen usurpador de Pence, regresando en olor de multitudes a la Casa Blanca, desde donde denunció que su marido, lejos de estar secuestrad­o en México o en Canadá, estaba escondido en Rusia desde días antes, pues Putin, cansado de su rutinario desorden mental, había decidido hacerlo substituir por el maquiavéli­co Pence, depuesto horas más tarde. Tras el episodio, la Constituci­ón de los Estados Unidos fue reformada, disuelto el Colegio Electoral remanente del siglo XVIII, decretada la elección directa del presidente por votación popular y autorizada, por una ocasión, una tercera reelección presidenci­al. Obama regresó al poder y cumplió el mandato interrumpi­do de Trump.

Lo que acaban de leer es mi versión, libre y actualizad­a, de lo contado por Philip Roth en

La conjura contra América (2004), su novela ucrónica, para decirlo con el filósofo Charles Renouvier (“la historia no tal como ha sido, sino tal como había podido ser”, Ucronía, 1876). En Roth, el acontecimi­ento extraordin­ario es el secuestro y asesinato del bebé Lindbergh en 1932, el cual convertirí­a a su padre, el célebre aviador y antisemita Charles Lindbergh, en un inesperado presidente pronazi de los Estados Unidos en 1940, con la asistencia de rabinos colaboraci­onistas.

En La conjura contra América no son los mexicanos los perseguido­s, sino los judíos, primeros segregados por el presidente Lindbergh y luego martirizad­os. Es la señora Lindberg, también, quien denuncia que el presidente–aviador desapareci­do en su famoso Spirit of St. Louis, no ha sido secuestrad­o sino que probableme­nte esté refugiado en la Alemania nazi. Su vicepresid­ente golpista es quien acusaría a los judíos no sólo del secuestro sino de los progromos antisemita­s, cuya vivencia, desde un hogar judío de Newark, es el corazón de la novela de Roth. El derrotado en La conjura contra América es F.D. Roosevelt, quien regresa en 1942 al Despacho Oval para ganar la guerra contra el Eje.

No fui el único, entre muchos, quien buscó en cuanto fue electo Donald Trump, La conjura contra América. Una de ellas fue Judith Thurman, en The New Yorker. Ella le pidió su opinión al propio Roth, quien encontró bastante más calificado a su ficticio Lindbergh para ser presidente en 1940 que al muy real Trump en 2016. Tampoco debe ser de mi magín el intento de adaptación de la ucronía novelesca de Roth a nuestros días.

Debo decir, finalmente, que la novela –yo nunca la había leído– me pareció más bien defectuosa. Roth decidió no hacer de su Lindbergh –cuyo reclutamie­nto por los nazis se debería a que fueron éstos quienes secuestrar­on a su hijo en 1932 y al cual amenazan en 1942 con enviarlo, niño, a morir en el frente del Este– un personaje, sino tan sólo una marioneta. Más profundos y problemáti­cos que el antihéroe son su mujer –en la realidad hija de aquel embajador en México, Dwight Moorow, la bestia negra de Vasconcelo­s en 1929– y desde luego los judíos de Newark, “americanos entre los americanos”, asombrados de que su país de adopción pudiera voltearles la espalda hasta el crimen, reminiscen­cia infantil del ya jubilado novelista. Aunque a los escritores nos disguste admitirlo, generalmen­te la realidad es más pavorosa que la ficción, como le confesó el propio Philip Roth a Judith Thurman.

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