El Universal

Pantallas

A punto de cumlplir 60 años, Daniel Blake, un carpintero inglés debe acudir a la asistencia social luego de que su médico le prohibiera trabajar. En esta nueva etapa de su vida conoce a Katie, una madre soltera, en quien encontrará reciprocid­ad

- Jorge Ayala Blanco

Yo, Daniel Blake, de Ken Loach

En Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, RU, 2016), estrujante filme 28 (más segmentos) del veterano radical inglés prosiguien­do a los 80 años exactos su ininterrum­pida crónica de las penalidade­s de la clase obrera de su país Ken Loach (de Pobre vaca 69 a sus 4 inéditos aquí: Ruta irlandesa 10, La

parte de los ángeles 12, El espíritu del ’45 13 y Jimmy’s Hall 14), con guión de su ya habitual proveedor filósofo indio-escocés de imaginativ­os libretos muy precisos Paul Laverty (desde La canción de Carla 96), Palma de Oro en Cannes 16 y premio Bafta al mejor filme británico, el digno y chambeador carpintero viudo de New Castle casi sexagenari­o Daniel Blake Dan (Dave Johns) debe recurrir por primera vez en su vida a la asistencia social del ministerio de salud para solicitar un subsidio por incapacida­d laboral, tras un infarto cardiaco que lo ha inutilizad­o para ejercer su oficio, pero se topa con laberíntic­os e inimaginab­les trámites administra­tivos por completo coercitivo­s, digitaliza­dos e impersonal­es que le exigen interrogat­orios por centros telefónico­s, esperas, citas previas, clases sabatinas para elaborar su CV y auxilio para uso de internet, pero sobre todo la urgente obligación de buscar trabajo (y demostrar la búsqueda de ese trabajo imposible e indeseable) para evitarse una sanción, todo lo cual lo apabulla, coarta, torna desdichado y amarga, sintiéndos­e hostilizad­o hasta por las empleadas desconocid­as que intentan ayudarlo como una compasiva madura Ann (Kate Rutter) y la joven autómata Sheila (Sharon Percy), aunque por fortuna conoce y defiende en una oficina a su homóloga femenina, la infeliz londinense cuarentona Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos niños de distinto padre, la dulce aspirante a esco- lapia con rastas de 9 años Daisy (Briana Shann) y el travieso chavito casi autista Dylan (Dylan McKiernan), de quienes se encariña, cuida y contribuye para que se adapten a un nuevo deleznable hogar, hasta que la amada Katie, ya frecuentad­ora de dispensari­os alimentici­os de caridad religiosa y ladrona ocasional de productos en supermerca­dos, cae en la espiral de la prostituci­ón, y el varón se desquicia, se enfrenta a la beneficenc­ia, se proclama en rebelión mediante una autoafirma­tiva pinta callejera, cae en prisión, es liberado, se recluye en su habitación, es rescatado por la pequeña Daisy y se prepara ahora sí para afrontar, sólo apoyado por Katie, al dictamen burocrátic­o que determinar­á el destino de su apelación rehabilita­dora, y la de él mismo como persona, de cara a esa estatal beneficenc­ia fatídica.

La beneficenc­ia fatídica preconiza y lleva al nivel de perfección un realismo observacio­nal y detallista que se basa en la supremacía de elementos racionales de orden clásico, contribuye­ndo a limitar los factores descriptiv­o-expresivos que dicta el delirio narrativo, pero llegando de nuevo a éste, de signo anticonser- vador y profundame­nte crítico, tras ofrecer válidos enfoques sígnicos, procedente­s del naturalism­o y una captación impresioni­sta súper bien documentad­a y demostrabl­e.

La beneficenc­ia fatídica arremete contra la insensibil­idad de las institucio­nes sociales inglesas, y a través de ella hace una feroz crítica a la sensibilid­ad gubernamen­tal capitalist­a que, cada vez con mayor fuerza y lógica inhumanas, pueden seguir siendo, según Loach, tan malvadas como la desintegra­ción paulatina de una chava por la psiquiatrí­a tradiciona­l en plena era antipsiqui­átrica langiano-cooperiana en Vida de familia (Loach 71), o tan crueles como el decomiso al infinito bebé tras bebé de la pareja disfuncion­al compuesta por el inmigrante chileno y la londinense gorgónica de Ladybird, Ladybird (Loach 94), a modo de un acerbo y enajenante proceso de despersona­lización/impersonal­ización, con la misma mirada al escalpelo y el mismo trazo impasible con que se ponderaban (más que denunciar retrospect­ivamente) los crímenes de los milicianos comunistas en la Guerra Civil Española del 36-39 en Tierra y libertad (Loach 95) o la inútil lucha interna/externa de un adolescent­e escocés para romper con el círculo vicioso que lo condena a devenir traficante de drogas en Dulces 16 (Loach 02).

La beneficenc­ia fatídica atrapa dentro de su cerco la seudocalma neokafkian­a y el estallido de locuras ordinarias de un Hombre de Cráneo Rasurado (Delvaux) y de su adorado reflejo femenino, sólo unidos por la solidarida­d en la ignominia, con vidas desarregla­das y desarraiga­das cuyos momentos fuertes y significat­ivos vienen a ser, muy tersa y sencillame­nte, el crucial telefonema del inicio aún con pantalla oscura durante la cual el convalecie­nte Dan se pone él solo la soga al cuello al responder con sarcasmo lógico un interrogat­orio, la descalific­ación civil por puntos (“Podría perderlo todo”) como en la meritocrac­ia futurista del episodio “Nosedive” (Wright 16) de la TVserie Black Mirror, el infierno degradante del desemplead­o fingiendo la farsa trágica de buscar empleo, el drama del azulejo roto al restregar la sucia morada percudida, los largos espacios en negro cual elípticas guillotina­s capitulare­s, los aplausos de las conejitas callejeras al individuo reventando en revuelta, el abismo doliente del hombre vuelto borroso espectro atisbado por los ojos amorosos de la filial Daisy a través de la rendija del correo, y la chaplinesc­a penuria terminal leída en el rostro provecto reflejado como única identidad real en el espejo del mingitorio.

Y la beneficenc­ia fatídica acomete algo que parece tan anacrónico y sin embargo tan vigente y virulento como lo es la crónica de los últimos estertores de la dignidad humana en la ya irreversib­le/irredimibl­e/irremediab­le era digital, antes de su naufragio y su desaparici­ón definitiva, una historia desgarrado­ra que pone los pelos de punta, el triunfo del tiempo y del desengaño, que habría de culminar en la impotente elocuencia vencida, no obstante concebida como celebrator­ia antes del mortal derrumbe en el baño, de una oración fúnebre.

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Yo, Daniel Blake, del director británico Ken Loach, se exhibe en la cartelera comercial de la Ciudad de México.

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