Óscar Arias
“El drama de Centroamérica ya no es el de los tanques, sino el del crimen organizado”.
La impredecible generosidad del tiempo me permite hoy ver a Centroamérica desde el farallón de tres décadas transcurridas tras la firma del Plan de Paz, el 7 de agosto de 1987. Quisiera rescatar tres lecciones que pueden iluminar la senda que actualmente recorremos: la necesidad de asumir plenamente la responsabilidad histórica del tiempo que nos toca vivir; el compromiso irreductible con los valores y con los medios que encarnan esos valores; y la importancia de proteger y profundizar la tarea. La responsabilidad histórica. Quiso la coincidencia, o el destino inescrutable, que naciera en una diminuta nación de la cintura americana, que en 1948 tuvo la osadía de abolir las fuerzas armadas y declararle la paz al mundo. No escogí yo ese accidente, ni tampoco el espantoso contexto en que decidí presentar mi candidatura a la Presidencia de la República, en 1985. Para ese momento, la guerra había cobrado la vida de casi 200 mil centroamericanos, unos tres millones de personas habían huido de sus hogares, y las dos superpotencias de la Guerra Fría jugaban al tablero en Centroamérica.
Los esfuerzos de mediación del Grupo de Contadora, integrado por México, Colombia, Panamá y Venezuela, enfrentaban obstáculos insuperables. Presentar un Plan de Paz no fue solo mi convicción, fue mi obligación. Fue la responsabilidad histórica que asumí.
Y no solo yo abracé esa responsabilidad. Los cinco presidentes centroamericanos fuimos un factor necesario, pero no fuimos el único. Compromiso con los valores. No sé si pueda transmitir a plenitud cuán fuertes fueron las presiones que recibimos en aquellos días. Desde los más abiertos chantajes hasta la tentación de claudicar en cada callejón sin salida. Yo siempre insistí en que la paz se alcanza con sus propios medios: con el diálogo y la diplomacia, con la democracia y la libertad, con la negociación y el respeto. Muchas veces, demasiadas veces, los defensores de una causa sacrifican los valores en la persecución de sus ideales. Una cosa es ser pragmático y otra muy distinta es carecer de principios.
Proteger la tarea. Ningún logro está consolidado a perpetuidad. Toda conquista demanda sus propios guardianes y vigías. El drama de Centroamérica ya no es el de los tanques artillados y los uniformes de fatiga, sino el de los homicidios a destajo y el crimen organizado. Ya no se marchan los muchachos a quemar cartuchos en el frente, pero nos faltan en las aulas, en las empresas, y en los tejidos sociales.
El Acuerdo de Esquipulas II declaraba: “en el clima de libertad que garantiza la democracia, los países de Centroamérica adoptarán los acuerdos que permitan acelerar el desarrollo, para alcanzar sociedades más igualitarias y libres de la miseria”. Esta tarea no está terminada. Quienes hoy recogen el estandarte tienen la responsabilidad histórica de llevarlo hacia la nueva línea del horizonte.
Tras la firma del acuerdo en Guatemala, los Presidentes centroamericanos nos dirigimos a un Te Deum. En medio del camino, una mujer me salió al paso y me dijo: “gracias, Presidente, por mi hijo que está en la montaña, y por éste que llevo en el vientre”. En cierto sentido, todos somos el niño en el vientre y el joven en la montaña. Somos la progenie de una guerra desalmada, pero también la descendencia de un anhelo de paz. Nos corresponde la doble misión de recordar y emprender. De recibir el legado del Plan de Paz y acrecentarlo.
A 30 años, doy gracias por ver una Centroamérica distinta, que aún no alcanza nuestro sueño, pero nunca más será nuestra pesadilla.
Ex presidente de Costa Rica y Premio Nobel de la Paz 1987 por su trabajo por la paz en Centroamérica. Versión larga en eluniversal.com.mx