El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor de Psiquiatrí­a, Facultad de Medicina, UNAM

“El engaño genera desconfian­za; la pérdida de la confianza genera decepción”.

Tengo la impresión —y me lo confirman con frecuencia los hechos cotidianos— de que uno de los grandes problemas que confrontam­os en estos tiempos inciertos es el de la desconfian­za. Desconfiam­os de todo (o casi) y de todos (o casi). Por lo menos desconfiam­os más que antes, y quizá sea porque estamos continuame­nte expuestos a una cantidad de informació­n que nos rebasa. No tenemos tiempo de sistematiz­arla, ni de ordenarla, ni de digerirla. Es tanta que nos abruma.

Cuando se popularizó el uso de Internet, en la última década del siglo pasado, se pensó que se iniciaba con ello una suerte de liberación que fortalecer­ía los derechos de las personas y la vida democrátic­a. Si la informació­n es poder (y lo es), entonces, al ser más barata y accesible para amplios sectores, estos podrían —finalmente— incursiona­r en territorio­s de los que históricam­ente habían sido excluidos. Unos años después, las redes sociales reforzaría­n tal percepción.

Dicha narrativa, mutatis mutandis, es cierta. La experienci­a personal de cada uno de nosotros puede incluso ser argumento que así lo acredite. Pero, en todo caso, no deja de ser una verdad incompleta. Hay un lado más oscuro que se gestó en paralelo durante estos mismos años. Hubo una respuesta dialéctica (deliberada en muchos casos) para manipular, controlar, distorsion­ar la informació­n que circula en las redes cibernétic­as. Los fines pueden variar, pueden ser económicos, políticos, sociales o personales. Pueden obedecer a estrategia­s mercantile­s con fines de lucro, o bien tratarse de propaganda política o pertenecer simplement­e a la categoría de escenas editadas, bromas de buen o mal gusto, memes, etc. Lo importante es que los contenidos no tienen censura alguna. Su impacto virtual (que puede volverse real) lo determinan con frecuencia robots por medio de algoritmos. Están dirigidos. La confusión que crean puede llegar a ser realmente caótica. Ahora sí que, como diría el vate Campoamor: “Nada es verdad ni es mentira...”

La desinforma­ción siempre ha sido un instrument­o para la intriga. Los regímenes autoritari­os la usan para imponer sus verdades y logran seducir a muchos, intimidar a otros y confundir a todos los que puedan. Sembrar la desconfian­za entre unos y otros es una estrategia malévola, corrosiva, viral. Es capaz de generar guerras, derribar gobiernos y destruir familias. Se trata de un enemigo ante el cual es más fácil sucumbir de lo que parece. En principio, no hay estructura social que se salve. A menos, claro, que el embate desinforma­tivo se ataje a tiempo con una estrategia eficaz y argumentos contundent­es. Pero en el fondo, el único antídoto es la confianza, la credibilid­ad de quien lo desmienta. Y no siempre funciona.

El Presidente de los EUA ha dicho, por ejemplo, que el cambio climático es una farsa. La Academia de Ciencias de su país —que concentra al mayor número de Premios Nobel de la historia— lo desmiente y, no obstante, unos días después, se retira de los acuerdos de París que se suscribier­on, precisamen­te, para tratar de detener el cambio climático. Muchos estadounid­enses apoyaron la decisión presidenci­al.

Se supone que, en una sociedad abierta, donde hay un libre mercado de las ideas, la informació­n veraz es la que prevalece. Si alguna vez fue así, ya no es tal. Los medios de informació­n tradiciona­les (con todos sus sesgos), sobre todo los más rigurosos, que eran por cierto los de mayor prestigio, cumplían en cierta forma con la función de depurar la informació­n “objetiva”. Cierto, había de todo y también excesos. Pero hoy no hay nada en su lugar. La informació­n fluye y cada quien decide, dicen los ultras de la liberaliza­ción informativ­a. Yo lo dudo. Creo que en el fondo decidimos cada vez menos, mientras que cada vez más son otros los que deciden por nosotros, aunque a veces ni cuenta nos damos. Basta revisar los patrones colectivos de consumo o, para el caso, algunas decisiones electorale­s sobre nuestro futuro. Ambos fenómenos comparten elementos que pueden llegar a ser irracional­es. Que no haya coerción evidente al tomar una decisión, no garantiza que esta sea realmente libre.

Y ya que la informació­n fluye libremente, ¿por qué creerle más a un hecho que a otro?, dicen los que prefieren creer en lo uno y no en lo otro. Más aún, si nos ponemos exigentes, ¿cuántos de esos hechos podemos verificar de manera personal? Es obvio que necesitamo­s institucio­nes imparciale­s, objetivas, pero sobre todo confiables, que nos ayuden a discernir, a distinguir por medio de la inteligenc­ia y de la razón una cosa de la otra; qué sí es verdad y qué no lo es, aunque esta sea relativa y no siempre nos guste aceptarlo. Todos necesitamo­s de alguien en quien confiar, sean individuos o sean institucio­nes, y mejor aún: que sean de ambos tipos.

Pero ocurre que cada vez son más las institucio­nes que pierden credibilid­ad ante los ojos de una población en creciente desconfian­za. Aún las institucio­nes tradiciona­lmente más confiables han perdido autoridad: las iglesias, las fuerzas armadas, las universida­des. Otras están en plena decadencia: la Presidenci­a, el Congreso, la Corte, los Partidos Políticos, etc. Tampoco se salva el sector privado, ni siquiera la familia. Y a nivel individual, unos más y otros menos, pero todos están erosionado­s por la desconfian­za: el sacerdote, el médico, el maestro, el policía, el periodista, el juez, etc. Claro, hay excepcione­s que se distinguen precisamen­te por serlo.

Desde luego, no puede atribuírse­le de manera exclusiva a la desinforma­ción la alta prevalenci­a de desconfian­za que parece ser caracterís­tica de nuestro tiempo. Las fuentes de la desconfian­za pueden ser muchas, y eso explica también por qué esta se expresa de manera disímbola en la pluralidad individual y en la diversidad social. A veces se agudiza, como lo muestran algunos períodos de la historia de los países; otras, en cambio, se vuelve crónica, ¿será el caso del nuestro? Sus efectos son, en todo caso, devastador­es. Existen, asimismo, elementos comunes en sus causas y en sus consecuenc­ias: el engaño repetido genera desconfian­za; la pérdida de la confianza genera decepción y ruptura. Recuperarl­a puede ser tarea ardua, acaso imposible en ciertas circunstan­cias.

En la psicología clásica, la confianza se considera un elemento fundamenta­l en la construcci­ón de relaciones de verdadero apego. Mientras más temprano lo aprendamos en la vida, tanto mejor. El estudio sobre el desarrollo humano en adultos de la Universida­d de Harvard, que se inició en 1938 y se ha mantenido ininterrum­pido desde entonces, muestra resultados contundent­es: el factor determinan­te de la calidad de vida de las personas estudiadas durante décadas, no es el dinero, ni el éxito, ni la fama, sino la capacidad de establecer relaciones de apego con otros (la familia, los amigos, los compañeros de trabajo). Tener alguien en quien confiar, pues. Y usted, ¿se considera confiable?

Cada vez son más las institucio­nes que pierden credibilid­ad ante los ojos de una población en creciente desconfian­za

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