El Universal

También son nuestros los desapareci­dos

- Por JAN JARAB Representa­nte en México del Alto Comisionad­o de la ONU para los Derechos Humanos

“Promesa cumplida”. Estas dos palabras posteó una madre en días pasados al recibir la noticia de que el cuerpo localizado semanas antes era el de su hijo. Fue en este momento en el que cobró pleno sentido lo que meses atrás me dijo un joven que busca a su hermano: “Se dice que la peor tragedia para una mamá es sepultar a un hijo muerto. Entonces, imagínate que para las mamás de nuestros desapareci­dos esto ya es un éxito.”

Estrujante­s palabras de dos personas que integran el movimiento de desapareci­dos, el cual es protagoniz­ado fundamenta­lmente por mujeres —hijas, hermanas, esposas y, sobre todo, madres. Muchas de estas, incluso, siendo abuelas se convierten en madres de hecho de los hijos de los desapareci­dos pues a menudo se hacen cargo de los nietos.

La actividad de las familias de los desapareci­dos en México es heroica. Estoy convencido de que su ejemplo moral en un futuro será considerad­o parte de la memoria colectiva de la humanidad. De hecho, algunas han pasado más de 40 años exigiendo justicia. Pienso en las mamás de los desapareci­dos en la llamada Guerra Sucia que, si aún están con vida, tienen 80, 90 años… Sus casos no deberían ser designados como del “pasado” porque siguen sin resolverse.

Las mamás de los desapareci­dos abandonan su vida anterior para hacer con sus pocos recursos lo que las autoridade­s omiten realizar. Se enfrentan a un alto riesgo, como lo demostró el caso de Miriam Rodríguez. Pero muchas veces también se enfrentan a la burocracia insensible. Sufren revictimiz­ación. Se les insinúa que si sus hijos desapareci­eron, es porque “en algo andaban”.

Incluso si así fuera hay que decirlo de manera contundent­e: Ninguna persona merece ser desapareci­da. En un régimen de derecho, si una persona comete una conducta ilícita debe ser procesada de manera justa. Además, entre los desapareci­dos hay casos muy diversos —jóvenes que estaban en un lugar errado, mujeres víctimas de trata, servidores públicos honestos, migrantes en búsqueda del “sueño americano”… La desaparici­ón se manifiesta de muchas formas. El rasgo común es la impunidad.

En la gran mayoría de los casos no se sabe quiénes son los perpetrado­res: ¿servidores públicos, particular­es, ambos? Pero lo que sí sabe es que es el Estado el que no ha cumplido con su obligación de prevenir, sancionar, reparar, buscar y encontrar, develar la verdad y garantizar la no repetición.

Pensamos en los desapareci­dos y sus familias, no sólo hoy, en el Día Internacio­nal de las Víctimas de Desaparici­ones Forzadas. ¿Qué necesitan? ¿Qué se les puede y debe ofrecer?

Sin duda necesitan la aprobación de la ley general sobre desaparici­ones. Necesitan que México reconozca la competenci­a del Comité contra la Desaparici­ón Forzada de la ONU para recibir denuncias individual­es. Necesitan el compromiso de las autoridade­s de romper los patrones existentes. Pero necesitan algo más: la solidarida­d activa de todos nosotros.

Sí, de todos nosotros. Los más de 30 mil desapareci­dos son los hijos, esposos, padres y hermanos de sus familias. Pero también son los desapareci­dos de la sociedad mexicana y, diría yo, de la humanidad. Son nuestros desapareci­dos.

¡Qué la solidarida­d y la empatía crezcan —en la ciudad y en el campo, en las oficinas y en las calles, entre los servidores públicos y la ciudadanía, en los medios de comunicaci­ón, en México y más allá de sus fronteras!

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