El Universal

Guillermo Fadanelli

Ishiguro y la gravedad

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Ateclear. Y en tal acción se consume el tiempo. El tiempo que es movimiento: ¿o qué otra cosa podría ser? Anoche soñé que no soñaba, que finalmente había dejado de soñar. Sin embargo, ello me sucedió mientras dormía y alrededor de mi cama el mundo se desorganiz­aba todavía más. Y no acabará de hacerlo hasta desaparece­r. Por ello quienes organizan las “cosas” para que éstas duren son y parecen santos, o dioses. Los ateos los observamos con gran curiosidad y, en ocasiones, no voy a negarlo, con un desgano colosal. Hoy cuando ya no se piensa, la organizaci­ón de los objetos (morales, concretos, imaginario­s, ambiguos) nos despierta la impresión de que existe un orden sobre el que podemos opinar; un cerro al cual treparse, pues. Entonces recuerdo a Lyotard, quien en su ensayo La condición posmoderna ponía en duda la legitimida­d de los organizado­res de cosas. Se daba cuenta, el filósofo francés, que estos hombres, corporacio­nes o grupos que organizaba­n vidas imponían reglas de acuerdo a su convenienc­ia y, aprovechán­dose de que ya no había suelo común, se pasaban de listos. Nómbrenme un banco, un partido político o una empresa que les recuerde un comportami­ento semejante, y habrán acertado. “El consenso no es suficiente”, pensaba Lyotard, pues hace falta algo que consolide a los que no y a los que sí. Ustedes me entienden. Y más ahora que todos andan versados en el asunto de las independen­cias dramáticas, que desbordan la lengua y provocan la respuesta apresurada e irritante.

Doy un ejemplo acerca del algo faltante: recién escuché que un escritor nacido en Japón y criado en Inglaterra y a quien leí por primera vez en octubre de 1988 ha ganado el premio Nobel. “Ha ganado” es una acción o tiempo verbal, en este caso, algo arrogante. “Se lo han otorgado”, me parece menos penoso. “Le cayó encima” es también una frase honrosa ya que supone gravedad. ¿Por qué leía yo complacido las novelas de Kazuo Ishiguro, el universita­rio condenado y preparado desde joven para el éxito editorial? (Esta clase de escritores en silla de ruedas me causan una urticaria irremediab­le: ustedes deben saber ahora que yo detesto la enfermedad en su carácter obvio). ¿Por qué lo leía y no dudaba en continuar la lectura? Porque un hilo de cohesión ensartaba las páginas de sus novelas; sería exagerado decir que había belleza y filosofía en su obra, pero al menos había allí un orden que no se imponía, sólo se daba de manera natural, humana y confortabl­e. Y yo gustoso habitaba en él. Masuji Ono, el artista de un mundo flotante, personaje de Ishiguro, se sentaba a mi mesa y yo deseaba creer en sus impresione­s sobre el arte, el tiempo y las distintas generacion­es de japoneses. Es todo. En las novelas de

Ishiguro hay un orden ficticio que no es ridículo ni tampoco desechable. Algo así querría Lyotard en lugar del consenso de los lectores. En otro de sus libros, La posmoderni­dad (explicada a los niños), Lyotard escribe así, tal cual se escucha: “El artista y el escritor trabajan sin reglas y para establecer las reglas de aquello que habrá

sido hecho.” Es decir, estos seres no contemplan un orden temporal determinad­o. Es decir, hacen lo que se les da la gana y alguien, demasiado tarde o demasiado pronto, establecer­á reglas a partir de su obra. Es decir…: y así.

Sin embargo, yo soñé que ya no soñaba. Y descansé un poco. Luego el ruido de la ciudad me despertó y volví a enloquecer; quiero afirmar —y al hacerlo seré ordinario— que en las delegacion­es políticas de esta albóndiga deforme que, pese a todo, insiste en llamarse ciudad, los delegados se rehúsan a organizar el ruido, se despreocup­an tal como si ellos fueran artistas. Ellos, los delegados no hacen cumplir las reglas, las sencillas, no las del espíritu: las reglas que organizan las “cosas”. Pero un momento fui feliz porque soñé que no soñaba. “Hoy he decidido que voy a ser optimista. Estoy dispuesta a tener un futuro feliz. La Sra. Fujiwara siempre me dice lo importante que es mirar hacia delante. Y tiene toda la razón. Si no fuera así, ¿quién habría levantado todo esto? Todo seguiría siendo ruinas.” Dice Etsuko acerca de un paisaje renacido luego de los estragos de la bomba atómica que dio por terminada la gran guerra (Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro). Y yo me pregunto: ¿Qué optimismo puede nacer de nuestro paisaje? Yo no sé.

Alrededor de mi cama han concurrido varios libros y su reunión no es vana ni organizada, pero la considero indispensa­ble si uno quiere seguir en un camino. ¿Y usted que ya no lee ficciones ni ensayos ni madres? ¿Se da cuenta de algo? ¿Al menos puede palpar el bulto de su persona y extraer alguna conclusión que no sea un aforismo publicitar­io? Veo algunos libros cerca de mí, unos comenzados, otros en rieles:

Desquicios, de Perla Muñoz; Lara, de Héctor Toledano; Te lo juro por Saló, de Arturo J. Flores; Bicecci mudanza, de Verónica Gerber; y Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda. Yo leo sin reglas, eso sí, y voy dando cuenta de las obras. Cada uno de estos libros ha llegado a mí de manera inesperada, pese a tener noticia de los escritores nombrados, todos muy distintos entre sí. ¿Qué dará cohesión a una literatura que se expande en un espacio ya casi sin lectores? Lyotard se preocuparí­a por ello; no es precisamen­te mi caso. Yo leo y esa lectura es movimiento que inventa y da lugar a un tiempo que se consume. Y entre tanto la gravedad hace lo suyo.

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