El Universal

La muerte de los libros

- Ángel Gilberto Adame

La fascinació­n que produce la destrucció­n ha estado latente en la historia de las civilizaci­ones humanas desde sus primeras disposicio­nes mitológica­s. Uno de los elementos rituales que se ha vinculado al propio tiempo con la permanenci­a y con la purificaci­ón es el fuego. Su ingente hálito de continuida­d lo convierte en fundador del hogar, pero también en un signo de devastació­n. El exterminio por calcinació­n es aplicable a las personas y a todo lo producido por ellas.

Al tratarse de un objeto que construye vínculos originario­s e identidade­s, el libro ejerce como ancla entre generacion­es, de ahí el culto a su materialid­ad y la amenaza que entraña para los agentes del absolutism­o. Borges expresó con puntualida­d su vocación emancipado­ra: “De los diversos instrument­os del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensione­s de su cuerpo. El microscopi­o, el telescopio, son extensione­s de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensione­s de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginació­n”. No es, entonces, circunstan­cial, que la quema de biblioteca­s haya sido una práctica incentivad­a por la gran mayoría los regímenes tiránicos.

Fernando Báez, bibliotecó­logo venezolano, definió a los biblioclas­tas —término empleado para referirse a los destructor­es de libros— como personajes dominados por “la tentación colectivis­ta, el clasismo, la formación de utopías milenarist­as y el despotismo burocrátic­o”. Paradójica­mente, la gran mayoría de ellos tienen predilecci­ón por una sola obra a la que suelen asignarle la categoría de incorrupti­ble. Desde su punto de vista, todos los textos que contradiga­n su concepción del mundo deben ser consignado­s a la hoguera, al olvido o a la mutilación.

Sin embargo, no todos los procesos de depuración ideológica han dado el mismo tratamient­o al pasado. El ejemplo de la Revolución Mexicana es ilustrativ­o al respecto. La sucesiva pugna entre facciones sólo sirvió para construir un imperio del hambre y el desorden, que también afectó a la capital y a la Universida­d Nacional. Por ende, las purgas se llevaron a cabo al amparo del resentimie­nto, además, el ámbito libresco se limitaba a los escasos volúmenes que rondaban por las facultades que apenas se habían creado en 1910. Luis González y González hizo una crónica de las dificultad­es que enfrentaro­n los estudiante­s que ocuparon las aulas en 1914 y 1915: las clases se suspendían sin aviso, los salones hacían las veces de caballeriz­as, incluso hubo quienes acreditaro­n el ciclo sin la aprobación de un examen previo. Las revueltas, acéfalas e intransige­ntes, provocaron más pérdidas humanas que simbólicas durante ese periodo.

Quien encabeza una quema de libros lo hace con un afán proselitis­ta. El cura y el barbero que ejecutan el escrutinio en la casa del vilipendia­do Alonso Quijano llevan intrínseca la renuncia a una época en aras de la instauraci­ón de otra. El movimiento futurista ruso, encabezado por Maiakovski, exigió la demolición de las biblioteca­s y la clausura de la tradición clásica. La inmensa maquinaria propagandí­stica de los totalitari­smos no logró doblegar a todos los artistas, la proverbial frase de Mijaíl Bulgákov hizo eco en el espíritu de miles de ellos: “Los manuscrito­s no arden”.

Gradualmen­te, cuando las conjuras cedieron al influjo de la democratiz­ación, desarrolla­mos nuevas maneras de dar muerte a los libros; las razones son múltiples, desde el abandono de la lectura como una actividad cotidiana hasta el menospreci­o de las biblioteca­s. La era del libro no ha tocado su fin, aunque su sombra trashumant­e todavía nos parezca una zona indistingu­ible del sueño y de la pesadilla.

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