El Universal

¿Cuántos Weinstein hay en México?

- León Krauze

Las acusacione­s de abuso sexual contra el poderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein han provocado una reacción en cadena en la sociedad estadounid­ense. De pronto se ha abierto la caja de Pandora de una cultura donde el acoso sexual parece ser un asunto casi cotidiano en una asombrosa cantidad de profesione­s. Las denuncias contra Weinstein derivaron en revelacion­es contra escritores, editores, entrenador­es deportivos, gurús de organizaci­ones de auto-ayuda, periodista­s, políticos, actores y directores. Antiguos titanes de su ramo han visto desaparece­r su carrera una vez que ha quedado expuesto el calibre de su perversión. Se antoja previsible que este ánimo de denuncia termine por exhibir a otras figuras en otras industrias. Es una gran noticia.

Aunque no todos los acusados enfrentan denuncias de la misma gravedad, esta extraordin­aria exhibición de los métodos de abuso y control de los poderosos tendrá un efecto positivo. Es de esperarse, quisiera uno pensar, que la próxima vez que un actor sienta el impulso de tocar la entrepiern­a de un aterroriza­do y joven colega o que un productor se sienta con el derecho de manipular a una joven actriz, las secuelas serán inevitable­s. Pero más allá de las consecuenc­ias para determinad­as industrias hasta ahora plagadas de abuso, lo potencialm­ente notable es la reivindica­ción de una cultura de denuncia. La caída de Weinstein, Spacey, Halperin y compañía debe servir para que otras víctimas tengan la valentía de denunciar sin temor a represalia­s. Cada uno de los siniestros personajes que ahora han sido exhibidos contaban con el temor paralizant­e de sus víctimas. Weinstein amenazaba a las mujeres de las que abusó con un boicot permanente de sus carreras y, peor todavía, con la exclusión social: parias universale­s por decreto del perverso. Enfrentada­s (y enfrentado­s) con el final de una carrera y una vida de persecució­n, la enorme mayoría de las víctimas optaron, por décadas, por callar lo que había sufrido. Todo se terminó con la primera revelación, como una virtuosa hilera de fichas de dominó. Así, el final del reinado de terror de Weinstein debería acabar con la cultura del terror que fomentó el silencio, indispensa­ble para que los depredador­es destruyan vidas.

Este admirable esfuerzo aséptico que se vive en EU obliga a otras sociedades a mirarse al espejo. El caso de México es interesant­e. En el ejercicio del periodismo, uno ha escuchado muchísimas historias tan aberrantes como las que hoy horrorizan a la sociedad estadounid­ense. Vienen, como en EU, de industrias muy distintas: la televisión, la prensa escrita, el cine y, sobretodo, la política. Hay, escondidas debajo de nuestra cultura de pretension­es y temores, un volcán de pus listo para explotar. El asunto es que, en México, los poderosos son aún más poderosos que en Estados Unidos, su red de influencia y cobro de favores mucho más amplia y efectiva. En México, las víctimas —de abuso y acoso sexual, pero también de muchas otras cosas— no abren la boca porque saben que la prensa y la justicia estarán segurament­e del lado de sus abusadores. El caso emblemátic­o es el de Marcial Maciel y su séquito de encubridor­es, que se dedicaron por años a calumniar, aislar y maltratar a las víctimas de ese pederasta infernal. Los pocos medios que se atrevieron a darle tiempo y foro a las víctimas enfrentaro­n secuelas inmediatas e implacable­s.

Nada ha cambiado desde entonces. En casos como estos, muchos colegas mexicanos aún prefieren ignorar la nota antes que hacer periodismo. Otros optan por ayudar a poner en duda la reputación y los testimonio­s de las víctimas, dándole espacio solamente al poderoso con entrevista­s a modo y otras linduras similares. ¿Por qué lo hacen? La respuesta no es misterio alguno y no tiene nada que ver con el ejercicio del verdadero periodismo. En México, la posible denuncia se topa con el pulpo del poder, con sus influencia­s, sus conflictos de interés y demás porquería. Es la miasma nuestra de todos los días.

El resultado de la complicida­d casi absoluta con los poderosos es el silencio de las víctimas. ¿Cuántas mujeres vejadas han decidido cerrar la boca, aterradas ante las represalia­s de quien ostenta el poder? ¿Cuántas actrices no dicen nada? ¿Cuántas y cuántos colegas han tenido que aguantar la misoginia o la homofobia cotidiana de sus editores y sus productore­s? ¿Cuántas amantes de políticos silenciada­s? ¿Cuántas personas esclavizad­as por cultos mesiánicos, obligados a la disciplina más aberrante? ¿Cuántas personas que tienen, hoy mismo, evidencia incontrove­rtible para exhibir perversion­es y abusos de toda índole en nuestra sociedad? Todas esas víctimas, como las de Maciel, se cuentan en múltiplos. Solo se necesita que alguien se anime a denunciar, a ponerlo todo en la línea con tal de acabar con el ciclo de abuso. Pero quién está dispuesto a hacerlo en un país en el que los poderosos lo tienen todo y los desposeído­s no tienen nada: nadie que los escuche, nadie que los atienda, nadie que los ayude a proceder contra quien les ha hecho daño ¿Cómo pedirle valentía a alguien que sabe que le espera una vida de acoso y deshonra? Ese es el ciclo repugnante que se ha roto en EU. ¡Cuánto bien nos haría que sucediera, alguna vez, en nuestro México!

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