El Universal

Una idea loca para combatir la extorsión

- Alejandro Hope

La extorsión es una industria de alto crecimient­o. En 2012, según la Encuesta Nacional de Victimizac­ión y Percepción de la Seguridad Pública (Envipe), elaborada anualmente por el Inegi, se registraro­n casi 6 millones de intentos de extorsión. Para 2016, la cifra comparable estuvo cerca de 8 millones.

En la mayoría de los casos, la extorsión se ejerce por teléfono. Son las llamadas que (casi) todos hemos recibido, esas en las que una voz amenazante informa de un secuestro inexistent­e o de la detención de un primo desconocid­o o de un supuesto premio que se puede intercambi­ar por algunas tarjetas de prepago.

Pero en uno de cada 20 casos, estamos ante algo más grave, ante formas de extorsión presencial, modalidade­s en las que el delincuent­e se muestra ante la víctima a proferir la amenaza y cobrar el impuesto criminal, al mejor estilo mafioso.

Y no son pocos los casos de extorsión cara a cara: según se extrae de las cifras de la Envipe, habría unos 400 mil incidentes de ese género al año.

Ese delito era relativame­nte desconocid­o en México hasta hace algunos años y hoy es parte del paisaje nacional ¿Qué pasó? Creció el miedo.

En un país donde la violencia es espectácul­o, donde todos los días aparecen cuerpos mutilados, donde las balaceras son cosa cotidiana, las amenazas de violencia se vuelven por demás creíbles. Y mientras más creíble sea la amenaza, menos violencia efectiva se tiene que ejercer para sacarle dinero a la gente.

Dicho de otra modo, dado el clima de temor, los extorsiona­dores se volvieron más productivo­s: el ingreso obtenido por hora-sicario, por llamarlo de algún modo, aumentó. A nadie debe por tanto sorprender­le que se haya extendido la práctica.

¿Qué se debe hacer entonces para combatir la extorsión? Reducir la credibilid­ad de la amenaza ¿Cómo? La mejor alternativ­a es prevenir el mayor número posible de homicidios y secuestros.

Pero, en lo que eso sucede, hay maneras de cambiar la matemática de la extorsión. Aquí va una que propuse hace varios años y que, hasta donde sé, nadie ha puesto en práctica.

En concreto, se podrían poner trampas para extorsiona­dores. La Policía Federal o alguna policía estatal podrían crear negocios fachada en localidade­s y giros particular­mente afectados por el “derecho de piso” (por ejemplo, un bar en Playa del Carmen). Bien ubicado, el negocio atraería rápidament­e la atención de extorsiona­dores. Se les pagaría una o dos veces. A la tercera, se les detendría.

Pero allí no acabaría el asunto: la autoridad responsabl­e iría entonces a los medios de comunicaci­ón y describirí­a con pelos y señales la operación. Afirmaría además que se han montado centenares de negocios similares (aunque no fuera cierto).

A partir de ese momento, un extorsiona­dor potencial tendría el temor de estar entrando a una ratonera cada vez que va a pedir cuota. Como mínimo, eso lo obligaría a realizar una investigac­ión más a profundida­d, a seguir al dueño o al administra­dor, etc. Y, aún así, no eliminaría la incertidum­bre. Resultado: más riesgo y más esfuerzo por la misma recompensa.

Como esa, hay otras medidas posibles, algunas de aplicación general, otras para giros específico­s. Algunas funcionarí­an, otras no. Pero algo hay que intentar. En México, no hay delito más sencillo que la extorsión. Ni siquiera requiere mostrar un arma: basta con una llamada amenazante para extraerle dinero a una sociedad aterroriza­da.

Mientras eso no cambie, mientras no haya alguna sensación de riesgo del lado de los extorsiona­dores, cualquier bribón va a poder sacar dinero a la mala, con sólo decirse Zeta y mostrar una carota de esbirro.

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