Sismos a destiempos
No había entrado a mi departamento desde el terremoto. Lo primero que advierto es que su olor característico se ha esfumado. Hay un olor particular en cada casa que produce el tiempo, esa marca única, huella digital olfativa de las casas: la historia de la cocina, el olor de los libros, hecho de tintas y de ojos; el fantasma de la pintura de los muros, los remanentes de los líquidos de limpieza, el olor mismo de los habitantes que camina entre los cuartos. Pues ya no está. Se cayó con el temblor, despedazado, y en su lugar hay un olor intruso.
Inevitable mirar en los muros de la casa mía (si bien del todo no desmoronados), la imagen casera de mi estar en la flor de la vejez. Las averías en el yeso replican mis arrugas y manchas, mi terremoto íntimo. Las cuarteaduras en las paredes son la firma del sismo, caligrafía de crayón negro que traza gráficas descendentes: estamos en quiebra. O mapas de ríos zigzagueantes que salen o llegan a lagos de ladrillo (“negros y aciagos mapas”). Los cuadros chuecos; la cara de Jorge Cuesta picada de cristales. Los azulejos suicidas en el suelo del baño; los ladrillos que asoman entre el yeso como ojos burlones. Hay una especie de impudicia en eso, como si mostrasen la partes desvestidas del cuerpo de la casa.
Tuvimos suerte, dentro de todo. Nada en comparación con los difuntos o los sin techo. Nuestro departamento es reparable. Soy, por lo pronto, el único habitante del edificio, pues los vecinos prudentes aún esperan partes de guerra, análisis y peritajes. Solo, aprendiz de fantasma, percibo, o creo percibir, unos como retortijones en cimientos y muros, leves gemidos del edificio herido. No puedo dormir. La duermevela deriva hacia meneos imaginarios, pero, ¿y si el siguiente es real?
Evoco en el insomnio el terremoto del 57. Miro con nitidez la imagen de mis padres, abrazados bajo una lámpara badajo. Era imposible que sacaran a cinco niños a la calle. Entre el llanto, mi madre gritaba un Ave María trepidatorio. Yo, medio sonámbulo, pregunté ¿qué pasa?, y me juntaron a su abrazo. Yo seguía preguntando ¿qué pasa? Y mi madre ordenó “reza conmigo”.
Cuando nos mudamos a Guadalajara, mi madre estaba feliz de que no habría terremotos, “está en Jalisco, porque abajo hay unas piedras que se llaman jal que nunca tiemblan”, dijo. Mi madre, californiana, vivió de niña un zarandeo importante, y nunca se ha repuesto del terror.
De nuevo, siento que tiembla. La imaginación, loca de la casa bamboleante. Antes de verificar en las persianas o las lámparas —esos sismómetros caseros— se siente “algo” en el cuerpo. ¿Habrá una glándula o un ganglio, algún órgano primate que es el primero en registrar que algo ominoso está por ocurrir? ¿Un epitelio de esos, el frijol hipogioso, la dendrita alerta, cuyos circuitos registran vibraciones, o ese eco subsónico, ronquido ronco, que hace la Tierra si acomoda las verijas? Merodea por ahí, esa herencia que viene del fondo de la mamiferia, la alerta sísmica in corpore. “Va a temblar”, murmuran sus sinapsis.
Cuando ocurrió el terremoto de 1985 yo vivía en Oslo, en Noruega. El insomnio me recuerda hasta el nombre de mi calle: Nobelsgate. En la mañana fui a tomar el trolebús. En el puesto de periódicos, una primera plana mostraba la foto del colapsado Hotel Regis bajo grandes letras negras: “MEXICO I RUINER”. Pasé un par de días muy largos, insomnes, con toda la gente que quería, quizás bajo los escombros. No había teléfonos ni nada. Por fin, en la embajada, fue mi turno y una red de radioaficionados mandó a alguien a buscar a mis abuelos. Y resucité al tercer día.
Calculo que esa glándula sismógrafa se halla en la zona pélvica, donde habrá algún tejido que se entreteje con los esfínteres y que, tan cerca del más acá, es sensible al más allá. Fantaseo que se interconecta tan instantáneamente con el cerebro, pasando por la aduana de la médula oblonga, que es la razón por la cual, ante el súbito miedo y frente a la “ansiedad”, el perineo reacciona con solidaridad instintiva. Como los gatos y perros, que meten la cola entre las patas para protegerlo, nosotros, más primates que primarios, registramos con el perineo y su memoria de la cola ausente, lo mismo el miedo que la simpatía instintiva de ver cuando alguien se golpea en las antípodas.
Tengo que dormir. No lo consigo. Un verso se agazapa como un mantra: “pánico, risa pánico; pánico risa pánico...” Por fin dormí: los rostros de mi mujer y de mis hijos nunca tiemblan.