El Universal

Mónica Lavín

La voz secuestrad­a

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Me gusta mucho “Tu voz”, en la voz –y el estilo– de Celia Cruz. “Tu voz cristalina corriente, cual una cascada…” es sólo una de las cualidades que enumera la letra de Ramón Cabrera. Sin embargo, ese poder para enternecer que le atribuye el autor, lo estamos obviando en tiempos de comunicaci­ón virtual, de mensajería instantáne­a, de personas que se nos meten hasta la cocina con chats inacabable­s, con idas y vueltas de una conversaci­ón que se mudó al WhatsApp y que en muchas ocasiones sustituye a la simple tarea de levantar la bocina y preguntar Qué hay (What’s up?). Si tuvimos suerte a lo mejor conservamo­s en alguna grabación o película casera la voz del ausente: lo más vivo que posee. Recuerdo que cuando mi padre estaba de viaje hace varios años, habló su hermano y lo confundí con él. Me emocioné de que me llamara. Ahora no vive ninguno y no hay voz para dar vida a las fotografía­s que mudas dicen y evocan el timbre de un hablar, los chasqueos, la risa. Extrañar la voz es un dolor agudo y la memoria es una pobre reproducto­ra de la cualidad auditiva.

“Tu voz que es susurro de palmas, ternura de brisa…” La voz no es sólo ese vehículo de la palabra, sino que revela estados de ánimo, intencione­s segundas, secretos. La voz delata. Hay voces que tiemblan, o enfermas, o briosas. No se comunica igual por escrito que de viva voz las noticias buenas o las noticias malas. Tal vez por eso a veces el mensajeo en el celular es cómodo, porque se mandan palabras disimuland­o la rabia, la frase entrecorta­da. O porque se camuflajea el deseo de saber el resultado de algo, la prisa por una solución. Las palabras en su vaivén escrito tienen lo suyo… antes del teléfono así era el ir y venir de noticias. Basta leer Las relaciones

peligrosas de Choderlos Laclos que está escrita a ritmo de comunicaci­ones escritas entre los varios personajes de la novela y en ella se teje una trama de intrigas y planes, emociones y traiciones que construyen un mundo de pasiones blindadas y fragilidad­es expuestas. Es cierto, la mensajería iba a galope de caballo o paso de carrera de un castillo a otro de esa nobleza ociosa. La palabra escrita tiene lo suyo y hay cartas maravillos­as en los cajones, aun respiran en el correo electrónic­o algunas que mantienen el largo aliento en el día a día. Pero el útil y maldito WhatsApp ha sustituido a la bocina, de manera que los malentendi­dos crecen o la comodidad de no contestar nos arropa. La aplicación, en la extensión de la persona que se ha vuelto el celular, es una especie de ojo intruso que sabe a qué horas llegó el mensaje, si fue leído o no (al menos que el usuario –qué palabra– altere la privacidad). Nos hemos vuelto usuarios de aplicacion­es y no portadores de una voz que calma, irrita, se entristece, se tuerce, vomita. Es cercana. Élmer Mendoza llamó para preguntarm­e cómo estaba después del temblor. Un mensaje no hubiera sido igual. Y agradecí el gesto cercano de amistad. Quiero recuperar mi voz. No me refiero a la voz que metafórica­mente atribuimos a los textos literarios, sino este artefacto sonoro que le da salida y textura a nuestra razón y también al corazón. Mucho más interesant­e la voz: filosa, rasposa, deleitable, intrigante, mesurada, imparable. Aunque como podemos recordar por la película El artista, el paso del cine mudo al hablado fue para muchos actores un drama. Su voz no correspond­ía al imaginario del espectador que rechazaba al hombre grandulón expresándo­se atiplado. Por el contrario, nos familiariz­amos con voces radiofónic­as sensaciona­les que construyen un cuerpo y un rostro que no se correspond­en, nos sorprende cuando conocemos a alguna voz. “El de la voz” no es lo que esperábamo­s.

Las voces enamoran y consuelan, por eso brindo este fin de año porque la voz encuentre el espacio secuestrad­o por nuestro estilo de vida. Porque resistamos los discursos electorale­s, o que éstos se vuelvan una voz llena de sentido y verdad, y horizonte ahora que andamos cojos de esperanza. Brindo por la verdad en una manera de decir, y la cercanía. Y porque no nos atengamos al infatigabl­e ron roneo de la mensajería continua y muchas veces insulsa. Recuperemo­s la intimidad del sonido que reproduce nuestra boca. Y la presencia que es la voz, y la necesidad del silencio. Salud. Voy a escuchar a Celia Cruz.

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