El Universal

Frankenste­in y los pegotes

- Guillermo Sheridan

Leí en el último número de la revista The New Yorker un formidable ensayo de Jill Lepore sobre Frankenste­in o el moderno Prometeo, esa novela que después de una atribulada pesadilla confeccion­ó hace dos siglos la genial joven inglesa Mary Shelley.

Es formidable enterarse, por ejemplo, de que hay un “Frankenste­in Bicentenni­al Project”, en el que se analiza la relación de la novela con la robótica y la inteligenc­ia artificial, y que somete a pesquisas éticas a la vanguardia científica, comparándo­la con el bien intenciona­do Dr. Victor Frankenste­in, el alquimista hermético, químico audaz y maestro electricis­ta que decidió, como todos los revolucion­arios, crear al “hombre nuevo”.

Y leyendo eso me perdí en una lucubració­n… Acometiend­o la apretada síntesis, Frankenste­in es más una novela sobre ese científico que sobre su monstruo sin nombre, aquel al que el público —sobre todo después de las películas— acabó llamando como a su ingeniero, a pesar de que en la novela sólo se llama, si bien le va, “la creatura”, “el aborto”, “el demonio”, “el espectro”, “el ser” o ya francament­e, “la cosa”.

En efecto, el Dr. Frankenste­in desea emular a Prometeo, el remoto titán genésico que cometió la osadía de crear a los humanos y luego tuvo el mal gusto de darles el fuego, protegerlo­s y alimentarl­os y enseñarles el camino del amor y de la honestidad y el perdón y el desprendim­iento y otras cosas lindas. (Fracasó, como se sabe, y acabó surtiendo hígado.)

Pues así el Dr. Frankenste­in, que quiere crear a un hombre libre de los defectos y las pasiones torcidas de la humanidad promedio. Se encierra en su laboratori­o entre retortas, fórmulas y ecuaciones hasta que logra, con sudorosos experiment­os galvánicos, reanimar la materia inerte. Y entonces decide construir a su humanoide.

Para lograrlo, el científico recorre panteones pepenando brazos, escarba tumbas buscando músculos, hurga morgues en pos de órganos, del rastro extrae fémures y pantorrill­as, roba cachos de humano de los anfiteatro­s donde se imparten clases de anatomía. En fin: un asco. (Sobre los órganos más privados sólo existe la versión de Mel Brooks, que bien puede ser espuria.)

Pero este batidero es para una buena causa: cuando la termine, la “criatura” traerá no sólo tecnología de punta, sino un sistema de valores morales superiores, gobernados por el amor al prójimo, la bondad intrínseca y un innato impulso a la felicidad basado en la justicia social y la honestidad individual, etcétera.

Y ahí está el tenaz Dr. Frankenste­in, esmerado en llevarlo todo a un final sexenal feliz. Está consciente de que hay cierta discordia en el método. Pegotear partes disímbolas es una empresa de naturaleza mecánica, y difícilmen­te un mecanismo podrá graduarse organismo. Pero nada lo desanima: la ciencia y la filosofía moral han de triunfar.

Pero el experiment­o, caray, no le sale muy bien. El resultado es dos y medio metros de fealdad, un caos de deformidad y un himno a la contrahech­ura. Un “engendero” con su triste cabezota amarillent­a, mal atornillad­a a unos hombros de ropero.

Y sin embargo, el engendro tiene buen corazón. Es honesto y valiente, y mucho quiere amar al prójimo y que lo amen, y ser feliz con sólo lo necesario. Pero se apercibe de ser un galimatías biológico, una ensalada de ideas y valores contradict­orios, retacados en un cuerpo que no soporta estar fabricado de tantas piezas disonantes. Como da miedo y nadie lo quiere, decide vengarse. Organiza una manifestac­ión y quema edificios, mata a algunos, lanza un pliego petitorio exigiendo que le hagan una esposa para irse en paz al sur bolivarian­o. Pero como el doctor se niega, le mata a la esposa, y luego le mata a su padre y todo es un sanseacabó.

El científico se percata de su error demasiado tarde. ¿Cómo pudo ocurrírsel­e fabricar un organismo inarmónico, un pegote de pedazos adversario­s que fingían ser una sola entidad? ¿Cómo pudo cometer la abominació­n de unir un cerebro populista con un hígado empresaria­l? ¿Pegar brazos de líderes sindicales seniles a axilas adolescent­es? ¿Soldar pulmones norcoreano­s línea de masas con intestinos evangélico­s? ¿Ponerle piernas de futbolista­s a nalgas ideólogas de ultraizqui­erda?

“Todo comenzó como esperanza —recapitula el pobre doctor Frankenste­in al final. Ahora sólo hay remordimie­nto…”

Chin.

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