El Universal

Adriana Malvido Del reclusorio al Teatro Esperanza Iris

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Dulcineas, Venteras, Barberos, Inquisidor­es, Curas y Capitanes, músicos y acróbatas para lograr algo que parece imposible: la esperanza dentro del infierno. He visto cómo gente del público se conmueve al grado de incorporar­se como voluntario­s a la Fundación Voz de Libertad, o a quienes en cuanto salieron libres se unieron al equipo de producción. Pero lo que vi el miércoles pasado en el Teatro Esperanza Iris, que celebra su centenario, es diferente. Porque la compañía de Morell actuó en un escenario emblemátic­o, ante una audiencia que los ovacionó de pie, incluidos funcionari­os de la CDMX, diputadas, custodios, policías, familiares y parejas. Y porque, en medio de la desesperan­za por la violencia desatada en México y por la desconfian­za en que vivimos, unos internos que interpreta­n a otros internos nos dicen en boca de un Quijote: La mayor locura es ver la vida tal cual es y no tal cual debería de ser (…) La cordura es encontrar tesoros en donde los demás dicen que hay pura basura… La belleza está en la mirada de quien ve.

Antes de iniciar la función se presentan uno a uno: “Soy (…) tengo 30 años en reclusión y sin ver un amanecer”. “Soy (…) y no escuché las últimas palabras de mi padre”. “Soy (…) y tengo 16 años de no abrazar a mis hijas que ya son madres”. “Soy (…) tengo 24 años en prisión y sueño con correr por lo menos 100 metros por las mañanas”. “Soy (…) tengo (x) años en prisión y no tengo sentencia”. Soy (…) y lo único que quiero es contemplar las estrellas”. “Soy (…) y pido perdón a quienes ofendí”. “Soy (…) y lo único que quiero es estar con mi familia y ser buen ejemplo”. “Soy (…) y sólo deseo abrazar a mi madre antes de que sea demasiado tarde”. “Soy (…) y quiero enseñarle a mi hijo a que no comenta los mismos errores que yo”.

En el escenario: actúan, cantan, bailan, tocan la música, hacen acrobacia y danza aérea; algunos jamás habían entrado a un teatro y otros reconocen la belleza de la sala mientras escuchan el estruendo del aplauso final. El teatro como catarsis, como vía para la reconstruc­ción de valores, ideales y sueños. Como una manera de ejercer los derechos culturales y de recuperaci­ón de la dignidad. Un paso de la nula autoestima a la responsabi­lidad de saberse ejemplo para otros.

Ayer le pregunté a Morell cómo resume la experienci­a en los integrante­s de la compañía. Le basta una palabra: “Inconmensu­rable”.

adriana.neneka@gmail.com

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