David Huerta Junto al Adivino
“identificaba”, como ahora se dice: más o menos el mismo oficio, intereses convergentes, temas comunes.
Así pasaron cuatro, cinco jornadas. Uno de esos días las reuniones se prolongaron hasta bien entrada la tarde; con unos amigos descubrió el crepúsculo que comenzaba. El sol se veía enorme, rojo hasta el encendimiento: espectáculo de orden cósmico. Uno de los asistentes comenzó a aplaudir cuando finalmente el sol se puso: “¡El autor, el autor”, exclamó, como si presenciara la feliz conclusión de una obra de teatro. Todos a su alrededor le celebraron el acierto. Las risas y las conversaciones que despuntaban rumbo a la noche lo distrajeron de la belleza soberbia de la puesta de sol; por lo bajo, le había confiado a una amiga el verso de Díaz Mirón: “Como un rey oriental el sol expira”, pero casi de inmediato se arrepintió: le habría gustado guardárselo para sí. En la cena, ya nadie se acordaba de la luz trasmundana de hacía unas horas.
Al final de la semana hubo un paseo mezclado con sesiones de trabajo. A un lado de las instalaciones donde se llevaban a cabo las mesas donde se leían las ponencias, un sitio arqueológico abría sus puertas. Era un lugar magnífico. Había poco tiempo para la visita; se resolvió a dar una vuelta por el lugar venerable. Recordó el sentido de la palabra “venerable”: relacionado con los veneros, con las fuentes, en el sentido de los orígenes. Entró en el sitio arqueológico y las ruinas lo recibieron, impasibles. En el primer plano, el Templo del Adivino. Un edificio extraño, sublime.
Caminó despacio en medio del bochorno. Se dio cuenta de que no había nadie por ahí. Estaba solo por primera vez en ocho días. Miró hacia arriba: el cielo era profundo, de un color acerado. Se sentó y pensó, evocando el poema visionario: “Puedo cortar el pensamiento con una espiga”. Se estremeció por la soledad.