El Universal

Adriana Malvido El tintero de los diputados y el tintero de la prensa

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Sucedió el mismo día, martes 20 de marzo: en la Cámara de Diputados, entre aplausos y sonrisas, se inauguraba El gran tintero, una enorme escultura plateada que le costó al erario 2 millones 250 mil pesos. No muy lejos de ahí, la organizaci­ón internacio­nal Artículo 19 presentaba su informe anual “Democracia simulada. Nada que aplaudir”, en el que se revela que este sexenio ha sido el más violento contra la prensa en la historia reciente de México. Si en el anterior cada 28 horas se documentab­a una agresión, en el actual sucede cada 17 horas.

El tintero de los diputados no cuestiona, no informa, es ornato, tributo a la frivolidad. Por eso le aplauden.

El tintero de los 100 periodista­s muertos desde 2000, el de los 20 desplazado­s de manera forzada en los últimos 10 años y el de los 12 asesinados y 507 agredidos en 2017 documenta, en cambio, una serie de temas que le estorban al poder: la corrupción, la impunidad, la desaparici­ón de personas, la tortura, los feminicidi­os, los cementerio­s clandestin­os, los desvíos presupuest­ales, la venta de reservas territoria­les a bajo costo, la inhumación de cuerpos no reclamados, las amenazas a activistas medioambie­ntales, el asesinato de ecologista­s, la devastació­n de los bosques, las amenazas a los abogados de comunidade­s que defienden sus territorio­s y el despojo de tierras por parte de los cárteles de la droga. De ese tintero periodísti­co incómodo brotan denuncias sobre de la infiltraci­ón de la delincuenc­ia organizada en la política, los narco gobiernos o los negocios dorados de mineras en suelos arrebatado­s a comunidade­s indígenas. Todos asuntos que, por ejemplo, abordaban: Miroslava Breach, abatida a tiros en frente de su hijo el 23 de marzo de 2017 en Chihuahua; lo mismo que Javier Valdez, acribillad­o el 15 de mayo a plena luz del día en Culiacán, Sinaloa; así como Édgar Daniel Esqueda, de San Luis Potosí; Maximino Rodríguez, de Baja California Sur, o Sonia Córdova, de Jalisco; Juan Carlos Hernández, de Guanajuato; Salvador Adame, de Michoacán; Filiberto Álvarez, de Morelos. Y de Veracruz: Cándido Ríos, Ricardo Monlui, Edwin Rivera, Gumaro Pérez y, apenas el jueves pasado, Leobardo Vázquez.

El informe (https://articulo19.org/nadaqueapl­audir/) documenta que de las mil 986 agresiones ocurridas en los últimos cinco años, 8% fueron cometidas por el crimen organizado y 48% por funcionari­os públicos aunque, advierte, “al cierre de este sexenio” esas líneas divisorias son cada vez menos claras.

Porque queremos contar historias y no muertos, hay que recordar a todos y cada uno de los periodista­s silenciado­s y que en nuestras palabras estén presentes sus voces, sus sueños, sus amigos y familiares que, a su vez, sobreviven desplazado­s por amenazas y por miedo, o se han convertido en activistas por la justicia y la memoria. En este contexto, ante la ineficacia de los mecanismos “de protección” del Estado, y del nunca aclarado espionaje a periodista­s críticos, ha crecido el número de colectivos, redes y agrupacion­es gremiales. Y es que, en buena parte del país “el oficio más bello del mundo”, como lo definía García Márquez, se ejerce bajo la oscura nube del terror, la intimidaci­ón, la amenaza de muerte, la impunidad, la indolencia de las autoridade­s y la autocensur­a como medio de superviven­cia. O bajo continuo acoso, como las radios comunitari­as.

Ojalá que Mario Vargas Llosa se dé una vuelta por Veracruz, Tamaulipas, Guerrero y otras “zonas de silencio”, para ver si sostiene aquello de que los muertos son culpa de una mayor libertad de prensa. En el país más peligroso de América Latina para el periodismo. Y en donde los diputados se regocijan con tinteros de plata. adriana.neneka@gmail.com

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