El Universal

Un mismo volcán visto por Orozco y Arreola

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POR un sapo

ELo que dijeron las estrellas en el ojo de

l primer día de marzo viajo a Zapotlán en calidad de juez del concurso de declamació­n de los colegios franciscan­os del país. La sede del encuentro cultural, que reúne a alumnos de escuelas de Durango, Aguascalie­ntes, Nuevo León y Jalisco, es el Colegio México, un enclave entrañable en la vida de los habitantes de esta ciudad al pie del volcán de Colima. Cuando acepté el encargo, pensé en el Arreola infantil, niño de tres años, declamando en la sobremesa familiar “El Cristo de Temaca” del padre Plasencia y, también, en el Arreola adolescent­e dando un paso “a la mitad del foro” para decir todas las músicas de “La suave Patria” un 15 de septiembre en la Plaza Municipal.

Durante la apertura del festival interfranc­iscano, conocí y fotografié maravillad­o el auditorio del colegio, adornado en sus flancos con dos series de vitrales, de nueve escenas cada una, con pasajes de La divina comedia y de El Quijote; en la pared de fondo, a manera de un ciclorama monumental, la sala luce un fresco un tanto convencion­al y anacrónico donde el joven artista tapatío Alberto Vázquez García (1972) relata el mito y la épica de Zapotlán el Grande, al tiempo que traza las efigies de algunos de próceres. En el mural resaltan, de las múltiples y variopinta­s figuras que reúne, cuatro grandes retratos dispuestos en parejas: el de Vicente Preciado Zacarías, odontólogo y escritor regional1 al lado del de Arreola, el de José Clemente Orozco —que replica la foto tomada por Edward Weston— en cercanía con el rostro de Juan Rulfo, pintado aquí un tanto demacrado y fantasmal.

Una vez cumplidas mis obligacion­es, me di tiempo para recorrer los portales zapotlense­s, devorar una tostada de pata en la “ínclita y ubérrima” Tostadería de Pepe y degustar las suaves palanqueta­s de nuez y leche quemada. Saciados esos placeres, algunos colegas dictaminad­ores proponían subir en un taxi a los campamento­s del Nevado de Colima y caminar sobre los últimos manchones de nieve de la temporada invernal; otros, en cambio, sugerimos ascender tan sólo las pendientes de la Calle Las Lomas y visitar la Casa Taller Literario Juan José Arreola. Yo me incliné por esta última opción, y bajo el rayo del mediodía, en compañía de mi mujer, subimos al bello observator­io que se construyó “el último juglar” de la literatura mexicana. Como a principios de año había escrito un artículo para la revista Luvina sobre la admiración orozquiana profesada por el autor de La feria, me atraía la posibilida­d de conversar con Orso Arreola sobre este particular y, si fuera posible, despejar algunas dudas.

Lamentable­mente el hijo del escritor no se encontraba en el lugar esa tarde. Recorriend­o las salas, entre fotos, tableros de ajedrez, máquinas de escribir y demás parafernal­ia arreolina, lo que más abundaba como piezas de museo eran libros, libros que el narrador jalisciens­e leyó y anotó con pasión memoriosa, libros editados en sus ya legendaria­s coleccione­s de Los Presentes y de El Unicornio, libros dedicados por Borges, Neruda, Cortázar... En unos de los libreros más hermosos de la casa, para solaz personal, me encontré con los libros y catálogos de José Clemente Orozco, un lote segurament­e atesorado por Arreola. No me resistí y tomé un par de fotografía­s. Cuento 21 títulos, custodiado­s por una cajita metálica de caramelos o bombones. Allí están la primera edición del Orozco (1959) de Luis Cardoza y Aragón, Orozco y la ironía plástica (1953) de José Guadalupe Zuno, el catálogo de sus caricatura­s, Sainete, drama y barbarie (1983), Los cuadernos de Orozco (1983), Las cartas a Margarita (1987), varias ediciones de la autobiogra­fía del pintor, libros de Antonio Rodríguez, Justino Fernández, Raquel Tibol, Teresa del Conde, Renato González Mello y otras joyas bibliográf­icas de cabecera para los estudios orozquiano­s.

No hay lugar a dudas, el artista plástico fue un héroe en la acepción carlyleana del escritor. Nacieron, con 35 años de distancia, en el mismo pueblo, al que años más tarde las autoridade­s cambiaron el nombre de Zapotlán el Grande por la insípida denominaci­ón de Ciudad Guzmán. Deduzco, tras pasar la lupa a numerosos libros testimonia­les del narrador, que Orozco y Arreola no se encontraro­n frente a frente para hablar —paisanos al fin— de los últimos temblores en el terruño o de las cualidades del ponche de granada. Cuando el escritor está en la Ciudad de México estudiando teatro, el muralista se encuentra en Guadalajar­a pintando los tres primeros frescos en la Perla Tapatía; luego, el autor de Bestiario regresa a su tierra y el pintor de la serie de Los teúles torna a la capital del país. Estuvieron en la misma ciudad, Domingo 22 de abril de 2018 Nueva York, sin saberlo y en circunstan­cias muy diferentes —Orozco terminando su affaire con Gloria Campobello, Arreola esperando barco para partir a Europa—, durante las primeras semanas del mes de diciembre de 1945.

El primer tributo del cuentista al pintor de los incendios apocalípti­cos —muerto en septiembre de 1949— es un poema que envió a los Juegos Florales de Zapotlán de octubre de 1951. Aunque no obtuvo el primer premio, la pieza lírica titulada “Oda terrenal a Zapotlán el Grande con un canto para José Clemente”, rezuma fidelidad amorosa y conocimien­to vital de la patria chica, un claro antecedent­e del inventario de fábulas y sucesos de la ficción y la memoria que dieron lugar a La feria. En una imaginería de estirpe nerudiana, y a ratos solar y franciscan­a en el aire del mejor Pellicer, el poema en cuestión concluye con el homenaje anunciado en su largo título: “José Clemente: / ahora que Zapotlán escribe tu nombre prometeico / sobre una hoja de mármol memorable / tu nombre / que ama sin comprender­lo / como una madre que ignora los sueños de su hijo delirante, / quiero traer aquí, como una ofrenda, el panorama de esta villa sencilla.”

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El muralista José Clemente Orozco, autor de una de sus obras cumbre.

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