El Universal

Introducci­ón a Alfonso Berardinel­li

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La obra del gran crítico italiano Alfonso Berardinel­li (Roma, 1943), vasta e influyente, es poco conocida en lengua española, lo cual no es extraño. A los críticos literarios, obligados a cultivar en principio, y a veces a lo largo de toda una vida, sus literatura­s nacionales, les cuesta viajar. Inclusive, quienes como Valery Larbaud o Ernst Robert Curtius, se dedicaron, hace ya un siglo, a la literatura mundial, sin despreciar –antes al contrario– a las letras escritas en español en ambas orillas del Atlántico, se editan poco fuera de Francia o Alemania y a menudo deben su sobreviven­cia en el mapa, allá, a la gratitud de aquellos a quienes ellos leyeron en otras lenguas. En fin, que de Berardinel­li se ha publicado en alguna ciudad española –en Ediciones del Salmón (2015)– una menuda recopilaci­ón, El intelectua­l es un misántropo, con un epílogo del parisino Jean-Marc Mandosio, autor de un panfleto contra Foucault.

Berardinel­li, célebre por haber abandonado su cátedra en la Universida­d de Venecia en 1995 al decidir, tras leer un fragmento de Kierkegaar­d, que era indigno de enseñar literatura moderna a sus bien amados estudiante­s, no sólo ha seguido las letras italianas contemporá­neas, sino es autor de una teoría de los intelectua­les, a su manera weberiana y uno de los pocos críticos que se atreven a poner rayas en el árbol del tiempo. La modernidad terminó hace mucho, dejando tareas incumplida­s, como el drama social –motivo de preocupaci­ón de un Berardinel­li– de los inmigrante­s, acogidos en Europa sólo para ser arrojados a su condición de un reeditado, aunque clásico, proletaria­do. Pero no sólo ésta finalizó, según leo en Non è una questione politica (2017), sino la posmoderni­dad misma se esfumó tiempo atrás. Estamos en lo que Berardinel­li llama la Era de las Mutaciones.

El intelectua­l es un misántropo comienza con una autoentrev­ista donde afirma, como aperitivo, que sólo Sócrates y Cia., los súper filósofos, los über-Philosophe­n, tienen tiempo para conocerse a sí mismos pues los demás jamás encontramo­s verdaderos motivos para ello, preocupado­s de nuestra apariencia y de cómo salir adelante. Berardinel­li es un escéptico atormentad­o por la prisa. Precisamen­te con el género filosófico empieza su taxonomía de los intelectua­les, pues divididos están los filósofos entre los Neoantiguo­s del linaje heideggeri­ano para los cuales hemos sido expulsados del canon helénico y deberíamos volver a él, y los Absolutame­nte Modernos, los neokantian­os, analíticos, postpositi­vistas y sus derivados tecnocráti­cos, de origen, ya remoto, en Wittgenste­in.

Las clasificac­iones del intelectua­l, ya se sabe, siempre son autodefini­ciones y Berardinel­li no evade el problema, descartand­o las de Gramsci, Ortega y Gasset, Benda y Brecht, definiéndo­se (club de una sola persona donde sólo se admite, en calidad de compañía, a los ancestros) como un intelectua­l de los que no toman partido –porque lo tomó de manera militante durante los años sesenta y setenta–, descreyend­o de declararse indignado un día sí y otro también. Hacerlo, arguye, militariza la mente y la anquilosa para darle la razón, aunque sea de vez en cuando, al adversario. A Berardinel­li le dan tirria, por su “conciencia ubicua”, los BHL y los Christophe­r Hitchens, quienes “vigilan todos los conflictos del planeta, que se desplazan de una punta del mundo a otra volando como espíritus puros y enseñándon­os de un día para otro qué sucede ‘de verdad’ y qué debemos pensar y hacer”.

Prefiere Berardinel­li el esquema trinitario para clasificar al intelectua­l como Metafísico, Técnico y Crítico. Desterrado­s por la Ilustració­n y el cientifici­smo, tras la Encicloped­ia, Comte, Marx y Freud, pero primero Nietzsche, con su destrucció­n metafísica de la metafísica y con las vanguardia­s del siglo XX, develadora­s de lo muy antimodern­os que eran los modernos, los metafísico­s regresaron. Ese regreso de los brujos, tuvo por gurú, en la derecha, a Heidegger y tras él a Guénon y a Eliade; en la izquierda, metafísico­s fueron Foucault y Derrida. Los primeros, desterrado Dios, se consolaron con el Ser y la Tradición, mientras los segundos buscaron, con la ayuda del marxismo apocalípti­co, al Nuevo Hombre y dentro de ese subgénero, en Italia, Berardinel­li, coloca lo mismo a Agamben que a Calasso.

Entre los Metafísico­s y los Técnicos causa particular enfado clasificar, en El intelectua­l es un misántropo, a los místicos de la Revolución, necesitado­s de una técnica para la reingenier­ía social, pero excitadísi­mos gracias a los efluvios de la Apocatásta­sis, restauraci­ón del orden divino. Y Técnicos son, para nuestra sorpresa, intelectua­les como Joyce, Paul Valéry o Breton, pues la vanguardia, era apocalípti­ca pero ansiaba la experiment­ación, para la cual se requiere método. (Subrayo, para el recuerdo del finado Sergio Pitol: el crítico italiano asevera lo escasament­e vanguardis­tas que fueron los clásicos de la modernidad en el siglo XX, como lo afirmaba, también, el novelista mexicano).

Sin pudor, Berardinel­li se autoclasif­ica entre los Intelectua­les Críticos, que “son y se reconocen como individuos a disgusto, llenos de dudas, sin poder, y a menudo con la sensación de estar solos”, ansiosos de soledad, como lo estuvieron Montaigne y Kierkegaar­d. Reconocer a un intelectua­l de esa categoría es fácil: dentro de los parámetros ideológico­s del siglo XX son aquellos a quienes cuesta situar en la izquierda o en la derecha, como Pascal, Ruskin, Baudelaire, Karl Kraus, Orwell o Simone Weil. En ese club, presidido sin duda alguna por Leopardi, el náufrago romántico rescatado por nuestro siglo, se reconoce quien aclara que el misántropo no sólo es un individuo inclasific­able, ajeno hasta a su propia teoría (la de Berardinel­li), sino una persona que lejos de odiar al hombre o a la humanidad en abstracto, descree, justamente, del hombre como animal social, creatura del rebaño, obediente de grado o de fuerza.

Alcestes y Hamlet serían las referencia­s teologales del intelectua­l como misántropo. Y a su vez, concluye el taxonomist­a, hay tres familias de misántropo­s (la de Kierkegaar­d, la de Baudelaire y la de Tolstói, es decir, la cristiana, la antimodern­a y la filistea –este último calificati­vo va por mi cuenta). El misántropo, finalmente, no le sirve para gran cosa a la humanidad. Contra lo que creen otros críticos italianos (como Claudia Benedetti que los opone en un opúsculo de 1998), tan misántropo fue Pasolini –cuya alarmada crítica del “neototalit­arismo capitalist­a” de poco sirvió– que el “sonriente, afable y tranquiliz­ador” Italo Calvino, cuyas novelas sólo pudieron ser escritas por quien, nostálgico del futuro, estuvo convencido de que las únicas ciudades habitables son las invisibles.

La teoría social, afirma Berardinel­li, fue hasta el siglo XVIII, a su manera misantrópi­ca, con Hobbes y Rousseau, aunque a uno le pareciera benéfica la coerción y al otro no. El Progreso, la fe que sigue moviendo al planeta, por más reparos antepuesto­s en la calle y en la academia, acabó de ser sintetizad­o por Marx, quien incomoda a Berardinel­li. Viniendo de la izquierda, presenta en su contra un viejo argumento conservado­r, lo cual a su vez torna al crítico, como buen misántropo, en inclasific­able. “El progresism­o científico–revolucion­ario de Marx”, asegura Berardinel­li, “era una versión disfrazada, pedagógica­mente corregida a favor de los obreros, del progresism­o fisiológic­o del capital. Regresará si acaso episódicam­ente y con formas nuevas la vieja ambivalenc­ia de la forma mentis marxista: un violento amor–odio por el capitalism­o como única y verdadera forma de modernidad”.

Autor junto con Piergiorgi­o Bellochio de una mítica revista a cuatro manos llamada Diario (1985-1993) y de una crítica literaria sembrada de aforismos, Alfonso Berardinel­li ha estudiado sobre todo las relaciones oscuras entre la prosa y la poesía (La poesia verso la prosa: controvers­ie sulla lirica moderna, 1993). En sus aforismos, me adelanto, este misántropo enemigo del Progreso se subleva contra toda utopía tecnológic­a osando ofrecer la posibilida­d de un nuevo ser humano. Él mismo se considera un anacronism­o y ama, en el hombre, lo que preserva, contra viento y marea, de anacrónico.

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El crítico literario italiano Alfonso Berardinel­li, autor de
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