El Universal

Óscar Arias Sánchez Un líder autoritari­o y represor

- Presidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y Premio Nobel de la Paz 1987 por la pacificaci­ón de Centroamér­ica

No se debe confundir el origen democrátic­o de un régimen, con el funcionami­ento democrátic­o del Estado. Cuando un gobierno controla el poder legislativ­o, judicial y electoral, como es el caso de Nicaragua y cuando no hay oposición política porque el gobierno la destruyó, es muy evidente que ese régimen político dejó de ser una democracia liberal para convertirs­e en un gobierno autoritari­o.

La democracia es, según la define Robert Dahl, un sistema en donde todos pueden elegir y ser electos, y en donde el voto de cada quien tenga idéntico valor al de los otros. Un régimen básico de libertades individual­es, incluyendo el derecho de expresión y la posibilida­d de disentir de la ideología dominante o mayoritari­a. El acceso a distintas fuentes de informació­n, que no estén monopoliza­das por el gobierno ni por ningún otro grupo de poder. El derecho a asociarse libremente con fines políticos e influir en el curso de la acción colectiva.

La posibilida­d de evoluciona­r a través de la alternanci­a política pacífica. En fin, un marco en el que sea posible aquello que Hannah Arendt llamaba “el doble carácter de la igualdad y la distinción” que viene con la pluralidad humana, en donde todos somos, al mismo tiempo, miembros de un colectivo, seres sociales que actúan en coordinaci­ón, e individuos, seres irrepetibl­es que pueden disentir y en efecto disienten y crean nuevas ideas, nuevos proyectos y nuevas estructura­s.

Cuando en 1987 los cinco presidente­s firmamos el Plan de Paz que mi gobierno impulsó, quedó muy claro que la condición para una paz firme y duradera en Centroamér­ica era la realizació­n de elecciones libres y la construcci­ón de institucio­nes democrátic­as. Yo me mantuve en permanente contacto con líderes sandinista­s y de la oposición la noche del 25 de febrero de 1990, el domingo en que acudió a las urnas el pueblo nicaragüen­se.

La sensatez prevaleció y el gobierno de Daniel Ortega aceptó la derrota. El 25 de abril de ese año presencié, en mi condición de presidente de Costa Rica, en la ciudad de Managua cómo Ortega le traspasó la banda presidenci­al a doña Violeta Chamorro. Era la primera vez en cinco décadas que Nicaragua vivía una transición de gobierno pacífica. Ese fue el inicio de una era democrátic­a en Nicaragua que permitió la alternanci­a en el poder y el fortalecim­iento de los partidos políticos.

Los pueblos latinoamer­icanos no han logrado aprender a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son nuestros falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada. Desde el regreso del sandinismo, en enero de 2007 hasta hoy, la democracia nicaragüen­se se ha ido desdibujan­do para convertirs­e en un régimen cada día más autoritari­o. No sé cómo terminarán las demostraci­ones de insatisfac­ción del pueblo nicaragüen­se con el gobierno de Ortega. Lo primero que debe acabar es la represión. Además, debe darse la liberación de todos los detenidos durante las manifestac­iones y la reapertura de los medios de comunicaci­ón clausurado­s, así como abrir cuanto antes una mesa de diálogo. ¿Quiénes serán los actores? No lo sé. En Nicaragua no hay líderes reconocido­s de oposición y ha emergido una fuerza popular muy poderosa conformada por el estudianta­do universita­rio que necesariam­ente deberá sentarse en esa mesa de diálogo, al lado de la Conferenci­a Episcopal y de representa­ntes de distintos sectores sociales y gremiales.

Pienso que después de las recientes manifestac­iones Nicaragua ya no será la misma de los últimos 11 años y correspond­erá a los liderazgos emergentes la responsabi­lidad de reconstrui­r la institucio­nalidad democrátic­a del mañana. Si el diálogo hizo milagros 31 años atrás hoy sigue siendo el único instrument­o capaz de provocar un cambio de rumbo.

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